Escuchar "Los Salones: Aquellos lugares de polvo, miseria y esperanza del salvaje oeste."
Síntesis del Episodio
Los Salones: Aquellos lugares de polvo, miseria y esperanza del salvaje oeste.
Imaginad la siguiente escena.
Un jinete solitario empuja las puertas de vaivén y entra en el salón.
El pianista se detiene.
La sala se queda en silencio.
Las miradas de los asistentes se vuelven hacia el desconocido.
Sin duda, es la típica escena que nos viene a la cabeza del salón del Salvaje Oeste.
Por las películas de Hollywood.
Aventuras, forajidos y duelos al sol.
Sin embargo, la realidad era mucho más dura, sucia y desagradable.
Había más polvo, enfermedad, suciedad y menos romanticismo.
En este vídeo veremos cómo era entrar en un verdadero salón del salvaje oeste.
Más allá de los decorados de las películas del western.
Los primeros salones fueron estructuras improvisadas.
Tiendas de lona, casas de barro y hasta chozas levantadas con varios restos de madera.
Los salones se solían montar cerca de los campamentos mineros o en los pueblos ferroviarios.
Con el tiempo, estas estructuras evolucionaban y terminaban siendo edificios de madera más estables.
Les solían colocar un falso frontal para darles una apariencia más formal.
Pero dentro seguía siendo un entorno inestable y peligroso.
Si pisáramos su interior, lo primero que nos llamaría la atención sería su olor.
Una mezcla espesa de cerveza rancia, whisky barato, humo y tabaco.
La gente de fuera que se adentraba en el salón solía ir manchada de polvo y estiércol.
Dentro, había ruido de vasos y de las toses secas de sus clientes.
Los suelos solían ser de una madera áspera, cubiertos con serrín.
Para absorber el tabaco escupido o la bebida derramada.
Así que el suelo solía estar húmedo, pegajoso y sucio.
El aire era denso, las lámparas de queroseno humeaban.
Las puertas vaivén servían para ventilar el ambiente más que para la entrada heroica de los vaqueros.
Y no era sólo una cuestión de estética.
El salón del oeste era un foco de enfermedades.
La gente apenas se bañaba, porque asearse era un lujo para muchos.
Había que acarrear el agua, calentarla al fuego y compartir la misma tina entre varios miembros de una familia.
Cuando le llegaba el turno al último integrante, el agua ya estaba turbia y maloliente.
La higiene dental tampoco era ideal.
Bastantes clientes usaban un cuchillo para limpiarse los dientes.
Y si alguno se infectaba, bebían un trago de whisky para aguantar el dolor, mientras el barbero o un herrero se lo arrancaban con unos alicates.
En los pueblos del oeste no había alcantarillado.
Los desechos se arrojaban fuera de las casas.
Y todo ese barro y la inmundicia entraba en los salones.
Aquello era el paraíso para los piojos, las moscas o las cucarachas.
Y un campo abonado para la propagación de las enfermedades.
El cólera podía extenderse por beber en vasos sin lavar.
La tuberculosis era lo mínimo que se podía coger en ese entorno lleno de humo.
Por no hablar de la viruela, que para entonces era mortal.
La conclusión es que en un salón del oeste lo más fácil es que cualquiera de esas enfermedades te matase antes que una bala.
Y ahora hablaremos del whisky.
El licor que servían no era un burbón añejo y suave.
Lo más común es que consistiese en una mezcla de alcohol barato, azúcar quemado y hasta de tabaco de mascar.
La nicotina servía para darle color y sabor al líquido.
Para imitar el sabor y el gusto del auténtico y caro whisky le añadían varios químicos a la bebida.
Trementina, creosota y otros productos industriales.
En definitiva, te servían veneno en vez de licor.
De ahí surgió el apodo de “rot gut”, que significa “tripas podridas”.
No era una exageración.
La cerveza tampoco se salvaba.
Sin refrigeración, te la servían tibia y adulterada con narcóticos para que pareciera más consistente.
La fama del salón del oeste como un lugar de vicio y violencia tenía una parte de verdad y otra gran parte de leyenda.
En las películas la cosa suele terminar con peleas, sillas volando, botellas rotas, disturbios y algún tiro.
En realidad, las disputas por dinero, orgullo o deudas eran más crudas.
Los justicieros entraban con disimulo, le pegaban un par de disparos a su víctima y se acabó lo que se daba.
Por ello, en muchos salones las normas les obligaban a dejar las armas en la entrada.
La gran mayoría de los conflictos solían terminar a puñetazos.
El juego era el alma del salón.
Había crupieres de todo tipo: los que eran honrados escaseaban.
La mayoría eran auténticos tahúres ambulantes.
Sin escrúpulos a la hora de engañar a los jugadores con cartas marcadas.
Las mujeres también jugaban su papel, aunque no como en las películas.
Más bien, animaban a los clientes para que siguieran gastándose el dinero en apuestas y en copas.
Era una forma de ganarse su independencia económica.
La prostitución existía, pero era otra historia.
No todos eran igual de bienvenidos al salón del oeste.
Contaban con algunas normas de admisión no escritas.
Lo más corriente era que los vaqueros, los mineros, algún agente de la ley y los forajidos fuesen los que los frecuentasen.
Las mujeres respetables no solían pisar ese terreno hostil.
Los nativos americanos o los inmigrantes chinos no solían ser bien recibidos.
Por supuesto, en época de segregación racial, los hombres afroamericanos iban a sus propios salones, alejados de los blancos.
Los soldados del ejército estadounidense que vestían de uniforme tampoco eran bien vistos.
El uniforme despertaba suspicacias.
Dentro del salón había unas reglas simples de conducta y moral.
No se hacían preguntas personales.
No se rechazaba una invitación a beber.
Y no se hablaba de lo que ocurría allí dentro.
En resumen, el auténtico salón del oeste era mucho más peligroso que el decorado de cartón piedra de las películas.
Fue un foco de enfermedades, de alcohol adulterado y de códigos sociales cuestionables.
Aunque, en el fondo, era un retrato fiel de lo que significó el viejo oeste.
Donde la mayoría de la gente sobrevivía como podía y olvidaba sus penas de esa forma, en un entorno salvaje y despiadado.
No todo iba a ser héroes de placa y pistola.
¿Y ahora os sentaríais a tomar un trago junto a John Wayne?
Imaginad la siguiente escena.
Un jinete solitario empuja las puertas de vaivén y entra en el salón.
El pianista se detiene.
La sala se queda en silencio.
Las miradas de los asistentes se vuelven hacia el desconocido.
Sin duda, es la típica escena que nos viene a la cabeza del salón del Salvaje Oeste.
Por las películas de Hollywood.
Aventuras, forajidos y duelos al sol.
Sin embargo, la realidad era mucho más dura, sucia y desagradable.
Había más polvo, enfermedad, suciedad y menos romanticismo.
En este vídeo veremos cómo era entrar en un verdadero salón del salvaje oeste.
Más allá de los decorados de las películas del western.
Los primeros salones fueron estructuras improvisadas.
Tiendas de lona, casas de barro y hasta chozas levantadas con varios restos de madera.
Los salones se solían montar cerca de los campamentos mineros o en los pueblos ferroviarios.
Con el tiempo, estas estructuras evolucionaban y terminaban siendo edificios de madera más estables.
Les solían colocar un falso frontal para darles una apariencia más formal.
Pero dentro seguía siendo un entorno inestable y peligroso.
Si pisáramos su interior, lo primero que nos llamaría la atención sería su olor.
Una mezcla espesa de cerveza rancia, whisky barato, humo y tabaco.
La gente de fuera que se adentraba en el salón solía ir manchada de polvo y estiércol.
Dentro, había ruido de vasos y de las toses secas de sus clientes.
Los suelos solían ser de una madera áspera, cubiertos con serrín.
Para absorber el tabaco escupido o la bebida derramada.
Así que el suelo solía estar húmedo, pegajoso y sucio.
El aire era denso, las lámparas de queroseno humeaban.
Las puertas vaivén servían para ventilar el ambiente más que para la entrada heroica de los vaqueros.
Y no era sólo una cuestión de estética.
El salón del oeste era un foco de enfermedades.
La gente apenas se bañaba, porque asearse era un lujo para muchos.
Había que acarrear el agua, calentarla al fuego y compartir la misma tina entre varios miembros de una familia.
Cuando le llegaba el turno al último integrante, el agua ya estaba turbia y maloliente.
La higiene dental tampoco era ideal.
Bastantes clientes usaban un cuchillo para limpiarse los dientes.
Y si alguno se infectaba, bebían un trago de whisky para aguantar el dolor, mientras el barbero o un herrero se lo arrancaban con unos alicates.
En los pueblos del oeste no había alcantarillado.
Los desechos se arrojaban fuera de las casas.
Y todo ese barro y la inmundicia entraba en los salones.
Aquello era el paraíso para los piojos, las moscas o las cucarachas.
Y un campo abonado para la propagación de las enfermedades.
El cólera podía extenderse por beber en vasos sin lavar.
La tuberculosis era lo mínimo que se podía coger en ese entorno lleno de humo.
Por no hablar de la viruela, que para entonces era mortal.
La conclusión es que en un salón del oeste lo más fácil es que cualquiera de esas enfermedades te matase antes que una bala.
Y ahora hablaremos del whisky.
El licor que servían no era un burbón añejo y suave.
Lo más común es que consistiese en una mezcla de alcohol barato, azúcar quemado y hasta de tabaco de mascar.
La nicotina servía para darle color y sabor al líquido.
Para imitar el sabor y el gusto del auténtico y caro whisky le añadían varios químicos a la bebida.
Trementina, creosota y otros productos industriales.
En definitiva, te servían veneno en vez de licor.
De ahí surgió el apodo de “rot gut”, que significa “tripas podridas”.
No era una exageración.
La cerveza tampoco se salvaba.
Sin refrigeración, te la servían tibia y adulterada con narcóticos para que pareciera más consistente.
La fama del salón del oeste como un lugar de vicio y violencia tenía una parte de verdad y otra gran parte de leyenda.
En las películas la cosa suele terminar con peleas, sillas volando, botellas rotas, disturbios y algún tiro.
En realidad, las disputas por dinero, orgullo o deudas eran más crudas.
Los justicieros entraban con disimulo, le pegaban un par de disparos a su víctima y se acabó lo que se daba.
Por ello, en muchos salones las normas les obligaban a dejar las armas en la entrada.
La gran mayoría de los conflictos solían terminar a puñetazos.
El juego era el alma del salón.
Había crupieres de todo tipo: los que eran honrados escaseaban.
La mayoría eran auténticos tahúres ambulantes.
Sin escrúpulos a la hora de engañar a los jugadores con cartas marcadas.
Las mujeres también jugaban su papel, aunque no como en las películas.
Más bien, animaban a los clientes para que siguieran gastándose el dinero en apuestas y en copas.
Era una forma de ganarse su independencia económica.
La prostitución existía, pero era otra historia.
No todos eran igual de bienvenidos al salón del oeste.
Contaban con algunas normas de admisión no escritas.
Lo más corriente era que los vaqueros, los mineros, algún agente de la ley y los forajidos fuesen los que los frecuentasen.
Las mujeres respetables no solían pisar ese terreno hostil.
Los nativos americanos o los inmigrantes chinos no solían ser bien recibidos.
Por supuesto, en época de segregación racial, los hombres afroamericanos iban a sus propios salones, alejados de los blancos.
Los soldados del ejército estadounidense que vestían de uniforme tampoco eran bien vistos.
El uniforme despertaba suspicacias.
Dentro del salón había unas reglas simples de conducta y moral.
No se hacían preguntas personales.
No se rechazaba una invitación a beber.
Y no se hablaba de lo que ocurría allí dentro.
En resumen, el auténtico salón del oeste era mucho más peligroso que el decorado de cartón piedra de las películas.
Fue un foco de enfermedades, de alcohol adulterado y de códigos sociales cuestionables.
Aunque, en el fondo, era un retrato fiel de lo que significó el viejo oeste.
Donde la mayoría de la gente sobrevivía como podía y olvidaba sus penas de esa forma, en un entorno salvaje y despiadado.
No todo iba a ser héroes de placa y pistola.
¿Y ahora os sentaríais a tomar un trago junto a John Wayne?