La RAE (2020) define “posverdad” como la “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Este concepto ha ido ganando mucho terreno con el paso de los años, pese a no ser algo nuevo ni único de la política contemporánea.
Quizás lo que preocupa es el énfasis y la reiteración de sus usos en el quehacer político actual donde la negociación está por sobre la deliberación, donde ganar la elección o la discusión es más importante que el mutuo entendimiento en búsqueda del bien común, pero sin que esto implique tampoco una “rendición incondicional”.
Ante la arremetida de las redes sociales como herramienta política, se ha visto cómo la posverdad ha llevado a que las y los ciudadanos dejen de buscar la información precisa, y se queden solamente con aquellas opiniones que más se acercan a su forma de pensar, sea que ellas estén o no basadas en información fidedigna.
De esta forma, es muy difícil abstraerse de las lógicas polarizantes que imperan en las redes sociales, donde la cultura del me gusta o no me gusta reemplaza las tonalidades grises que caracterizan la naturaleza humana, y en la cual abunda la ilusión de contener ideas políticas en 280 caracteres con la intención de reemplazar la argumentación por la “frase para el bronce”, aquella que todos retuitean casi automáticamente sin pasar por el filtro previo de la reflexión. Estamos en los tiempos del ahora ya, y la reflexión no tiene cabida en esta sociedad acelerada, alienada e hiperproductiva.

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