Escuchar "Diario desde Benidorm por Sylvia Plath x SARA DURÁN MORA"
Síntesis del Episodio
Diario desde Benidorm por Sylvia Plath
Julio de mil novecientos cincuenta y seis.
• Ted y yo llegamos aquí recién casados.
• Buscábamos el último pedazo de nuestra luna de miel.
• Veníamos de París, Madrid, Alicante.
• Pero apenas pisamos este pueblecito marinero, supimos algo.
• Este era nuestro lugar.
• El autobús de La Unión de Benissa traqueteaba entre Alicante y Benidorm.
• El calor era asfixiante, el polvo del desierto nos cubría.
• Delante de nosotros, viajaba una mujer pequeña y elegante.
• Llevaba encaje blanco sobre combinación negra.
• Sus sandalias blancas de tacón contrastaban con su pelo negro como carbón.
• Sus enormes ojos negros estaban subrayados con sombra azul.
• Dos cejas dibujadas rectas, inclinadas hacia las sienes.
• Nos oyó exclamar ante la bahía azul que se abría ante nosotros.
• Se giró desde su asiento delantero.
• “¡Ah! ¡Son escritores!”, gritó efusiva.
• “La viuda de Mangada también es escritora.
• Cuentos.
• Poemas.
• Muchos poemas”, añadió mientras sus párpados se abatían.
• “Por ser ustedes, no les cobraré el servicio.
• Pero comprendan que no deben decírselo a nadie.
• Los trataré como a mis propios hijos.”
• Su maravillosa casa junto al mar tenía jardín y terraza.
• Una casa metida en un palmar.
• Macizos de geranios y margaritas blancas ardían como hogueras.
• Cactus llenos de pinchos flanqueaban el camino de losas.
• Nos llevó a la parte trasera.
• Nos enseñó el cenador emparrado.
• Su higuera cargada de frutos verdes.
• Las espléndidas vistas con colinas moradas suspendidas en la bruma.
• Pero algo extraño comenzó a suceder.
• Aquella mujer, que lo había heredado todo del doctor Mangada, ocultaba secretos.
• Fregaba los platos grasientos en agua fría y estancada.
• A menudo más sucia que los propios platos.
• Los frotaba con manojos de paja desgastados.
• No estaba acostumbrada a hacer esas labores.
• “Estoy acostumbrada a tener tres chicas.
• Cocinera, limpiadora…
• Tres chicas”, me confesó una mañana.
• La encontré con un albornoz manchado.
• Las cejas sin pintar aún.
• Fregaba los suelos de piedra con una fregona mojada.
• “No trabajo cuando la puerta principal está abierta.
• Me puede ver cualquiera.
• Pero cuando está cerrada…” se encogió de hombros.
• “Lo hago todo.”
• Cada tarde buscaba una chica para limpiar la casa.
• Nunca encontraba a nadie.
• La viuda desaparecía en la cocina con una sonrisa deslumbrante.
• Una sonrisa que después sentí inquietante.
• Como la sonrisa del gato de Cheshire.
• Eduardo Mangada Samain, su nieto, confirma mis recuerdos.
• “El empaste azul que se ponía en los ojos era increíble.
• Ella era bastante estrafalaria.
• Para mi padre no fue una buena madre.
• Ni mucho menos.
• Era posesiva, a veces dura y cruel.”
• La viuda había sido la segunda esposa del doctor Eduardo Mangada.
• Se casó con el marido de su hermana Rosa cuando esta falleció.
• Fue tía y madrastra de los dos niños que dejó su hermana.
• Una mujer que venía de otro ambiente.
• Había tenido chófer y criadas hasta que estalló la guerra.
• No pude soportarla ni una semana.
• Su presencia me causaba un hondo desasosiego.
• Una tarde entré llorando en la habitación.
• Le pedí a Ted que me librara de esa mujer.
• Huimos del chalé de la viuda Mangada.
• Alquilamos una casa en la calle Tomás Ortuño número cincuenta y nueve.
• Justo al lado vivía la familia Almiñana.
• El pequeño Pasqual tenía entonces tres o cuatro años.
• Años después se convertiría en filólogo.
• Investigarían los pasos que dejé en Benidorm.
• “Estamos encantados con la nueva casa”, escribí entonces.
• “Las vistas se magnifican.
• No dejamos de maravillarnos de haberla alquilado para el verano.
• Por el mismo precio que la viuda Mangada nos cobraba.”
• Aquí encontré la paz que buscaba.
• “Disfrutamos de una tranquilidad absoluta.
• Todo marcha estupendamente en este nuevo lugar.
• Estoy convencida de que va a ser fuente de creatividad.”
• Deambulé con Ted haciendo bocetos detallados con pluma y tinta.
• Él leía, escribía o meditaba sentado a mi lado.
• “Los mejores que he hecho en toda mi vida”, escribí a mi madre.
• “Líneas y sombreados muy marcados y refinados.”
• Componía versos inspirados en lo que veía alrededor.
• “Las remendadoras de redes”, “Los mendigos”, “Los melones de fiesta.”
• Convertía en ilustraciones las escenas cotidianas del pueblecito asilvestrado.
• Íbamos al mercado en la plaza.
• Me maravillaba todo lo que se vendía.
• “Entonces preparo el almuerzo”, escribí a mi madre.
• “Nos vamos dos horas a la playa a dormir la siesta.
• A nadar cuando toda la gente se ha ido a sus casas.
• Tenemos la playa para nosotros solos.”
• “¡Si hubiésemos sabido de antemano a qué lugar íbamos a vivir!
• Me encantaría que pudieras vernos ahora.
• ¡Cómo explicarte lo maravilloso que es todo aquí!”
• Aquellas cinco semanas marcaron el resto de mi vida.
• Yo misma califiqué mi estancia en Benidorm como:
• “Los mejores días de mi vida.”
• Pero hay algo que debo confesar.
• Ted destruyó gran parte de mis diarios de aquellos días.
• Manipuló, cortó, expurgó mis palabras.
• Una estafa literaria que nos privó de la verdad completa.
• De lo que realmente sentí en este lugar.
• Siete años después me quité la vida en Londres.
• Tenía treinta años.
• Dejé dos hijos y una obra escueta pero potente.
• Mi temprana muerte me envolvió en un aura de fascinación morbosa.
• Pero Benidorm quedó para siempre en mi memoria.
• En los poemas que escribí.
• En los bocetos que dibujé.
• En las cartas que envié a mi madre.
• Como el último refugio de felicidad que conocí.
• La viuda Mangada murió bien entrada la década de mil novecientos setenta.
• Sin saber que había pasado a la posteridad.
• Sin saber que yo la había convertido en inmortal.
• A través de mis palabras perturbadoras.
• A través de este diario desde Benidorm.
No eres de Benidorm si…no sabes que la famosa Sylvia Plath pasó unas semanas inolvidables aquí.
Julio de mil novecientos cincuenta y seis.
• Ted y yo llegamos aquí recién casados.
• Buscábamos el último pedazo de nuestra luna de miel.
• Veníamos de París, Madrid, Alicante.
• Pero apenas pisamos este pueblecito marinero, supimos algo.
• Este era nuestro lugar.
• El autobús de La Unión de Benissa traqueteaba entre Alicante y Benidorm.
• El calor era asfixiante, el polvo del desierto nos cubría.
• Delante de nosotros, viajaba una mujer pequeña y elegante.
• Llevaba encaje blanco sobre combinación negra.
• Sus sandalias blancas de tacón contrastaban con su pelo negro como carbón.
• Sus enormes ojos negros estaban subrayados con sombra azul.
• Dos cejas dibujadas rectas, inclinadas hacia las sienes.
• Nos oyó exclamar ante la bahía azul que se abría ante nosotros.
• Se giró desde su asiento delantero.
• “¡Ah! ¡Son escritores!”, gritó efusiva.
• “La viuda de Mangada también es escritora.
• Cuentos.
• Poemas.
• Muchos poemas”, añadió mientras sus párpados se abatían.
• “Por ser ustedes, no les cobraré el servicio.
• Pero comprendan que no deben decírselo a nadie.
• Los trataré como a mis propios hijos.”
• Su maravillosa casa junto al mar tenía jardín y terraza.
• Una casa metida en un palmar.
• Macizos de geranios y margaritas blancas ardían como hogueras.
• Cactus llenos de pinchos flanqueaban el camino de losas.
• Nos llevó a la parte trasera.
• Nos enseñó el cenador emparrado.
• Su higuera cargada de frutos verdes.
• Las espléndidas vistas con colinas moradas suspendidas en la bruma.
• Pero algo extraño comenzó a suceder.
• Aquella mujer, que lo había heredado todo del doctor Mangada, ocultaba secretos.
• Fregaba los platos grasientos en agua fría y estancada.
• A menudo más sucia que los propios platos.
• Los frotaba con manojos de paja desgastados.
• No estaba acostumbrada a hacer esas labores.
• “Estoy acostumbrada a tener tres chicas.
• Cocinera, limpiadora…
• Tres chicas”, me confesó una mañana.
• La encontré con un albornoz manchado.
• Las cejas sin pintar aún.
• Fregaba los suelos de piedra con una fregona mojada.
• “No trabajo cuando la puerta principal está abierta.
• Me puede ver cualquiera.
• Pero cuando está cerrada…” se encogió de hombros.
• “Lo hago todo.”
• Cada tarde buscaba una chica para limpiar la casa.
• Nunca encontraba a nadie.
• La viuda desaparecía en la cocina con una sonrisa deslumbrante.
• Una sonrisa que después sentí inquietante.
• Como la sonrisa del gato de Cheshire.
• Eduardo Mangada Samain, su nieto, confirma mis recuerdos.
• “El empaste azul que se ponía en los ojos era increíble.
• Ella era bastante estrafalaria.
• Para mi padre no fue una buena madre.
• Ni mucho menos.
• Era posesiva, a veces dura y cruel.”
• La viuda había sido la segunda esposa del doctor Eduardo Mangada.
• Se casó con el marido de su hermana Rosa cuando esta falleció.
• Fue tía y madrastra de los dos niños que dejó su hermana.
• Una mujer que venía de otro ambiente.
• Había tenido chófer y criadas hasta que estalló la guerra.
• No pude soportarla ni una semana.
• Su presencia me causaba un hondo desasosiego.
• Una tarde entré llorando en la habitación.
• Le pedí a Ted que me librara de esa mujer.
• Huimos del chalé de la viuda Mangada.
• Alquilamos una casa en la calle Tomás Ortuño número cincuenta y nueve.
• Justo al lado vivía la familia Almiñana.
• El pequeño Pasqual tenía entonces tres o cuatro años.
• Años después se convertiría en filólogo.
• Investigarían los pasos que dejé en Benidorm.
• “Estamos encantados con la nueva casa”, escribí entonces.
• “Las vistas se magnifican.
• No dejamos de maravillarnos de haberla alquilado para el verano.
• Por el mismo precio que la viuda Mangada nos cobraba.”
• Aquí encontré la paz que buscaba.
• “Disfrutamos de una tranquilidad absoluta.
• Todo marcha estupendamente en este nuevo lugar.
• Estoy convencida de que va a ser fuente de creatividad.”
• Deambulé con Ted haciendo bocetos detallados con pluma y tinta.
• Él leía, escribía o meditaba sentado a mi lado.
• “Los mejores que he hecho en toda mi vida”, escribí a mi madre.
• “Líneas y sombreados muy marcados y refinados.”
• Componía versos inspirados en lo que veía alrededor.
• “Las remendadoras de redes”, “Los mendigos”, “Los melones de fiesta.”
• Convertía en ilustraciones las escenas cotidianas del pueblecito asilvestrado.
• Íbamos al mercado en la plaza.
• Me maravillaba todo lo que se vendía.
• “Entonces preparo el almuerzo”, escribí a mi madre.
• “Nos vamos dos horas a la playa a dormir la siesta.
• A nadar cuando toda la gente se ha ido a sus casas.
• Tenemos la playa para nosotros solos.”
• “¡Si hubiésemos sabido de antemano a qué lugar íbamos a vivir!
• Me encantaría que pudieras vernos ahora.
• ¡Cómo explicarte lo maravilloso que es todo aquí!”
• Aquellas cinco semanas marcaron el resto de mi vida.
• Yo misma califiqué mi estancia en Benidorm como:
• “Los mejores días de mi vida.”
• Pero hay algo que debo confesar.
• Ted destruyó gran parte de mis diarios de aquellos días.
• Manipuló, cortó, expurgó mis palabras.
• Una estafa literaria que nos privó de la verdad completa.
• De lo que realmente sentí en este lugar.
• Siete años después me quité la vida en Londres.
• Tenía treinta años.
• Dejé dos hijos y una obra escueta pero potente.
• Mi temprana muerte me envolvió en un aura de fascinación morbosa.
• Pero Benidorm quedó para siempre en mi memoria.
• En los poemas que escribí.
• En los bocetos que dibujé.
• En las cartas que envié a mi madre.
• Como el último refugio de felicidad que conocí.
• La viuda Mangada murió bien entrada la década de mil novecientos setenta.
• Sin saber que había pasado a la posteridad.
• Sin saber que yo la había convertido en inmortal.
• A través de mis palabras perturbadoras.
• A través de este diario desde Benidorm.
No eres de Benidorm si…no sabes que la famosa Sylvia Plath pasó unas semanas inolvidables aquí.