Siempre digo que mi abuela María debió ser inmortal, porque eterna ya lo es. Con su partida, se llevó una parte de mí, pero a cambio dejó muchas otras. Me despido de los que más quiero con un "avísame cuando llegues", porque recuerdo que ella, viviendo a una calle de distancia, me pedía una llamada cada vez que volvía a casa. Al cocinar pasta, vienen a mi mente sus suculentos y extra grasientos macarrones con tomate y chorizo. Los días en los que no me gusta lo que veo en el espejo, su voz y sonrisa acuden a mi memoria, mirándome de arriba a abajo y diciéndome lo guapa que le parecía. Cuando el miedo me hace una visita, me acuerdo de esos días en los que fingía estar enferma para no enfrentarme a las bullies del colegio y buscaba refugio en su hogar. Pienso en lo rápido que aprendería a usar TikTok, Twitter o cualquier red social que se le antojara, como cuando hablaba con los amigos de sus nietas por Messenger. Me hizo incontables regalos, desde las revistas de mi infancia, pasando por el dinero que sacaba de la bata cual traficante, hasta los abrazos y la retahíla de besos sonoros que tanto echo de menos.Los 13 de septiembre han sido, durante doce largos años, una espinita clavada en el pecho. Hace dos por fin pude sacarla un poquito de las entrañas gracias a este texto, y desde entonces su ausencia escuece algo menos. Me queda el consuelo y la plena convicción de que ella creyó en mí en todo momento. Y voy a honrar su legado haciendo lo mismo: estando orgullosa de mí.

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