LA ESPUMA DE BRUMA

17/07/2015 30 min
LA ESPUMA DE BRUMA

Escuchar "LA ESPUMA DE BRUMA"

Síntesis del Episodio

Hola, yo soy Geraldo, y para mis amigos siempre fui el Geras, tengo 22 años, escapado de ultima hora de las drogas, de una forma que aún no me explico, a no ser por lo que voy a decir.

Yo había oído el mundo de las drogas, pero lo consideraba cosa de otro mundo, sabía como día a día, se precipita en ese mundo vertiginosamente un número cada día más grande de gente. Yo mismo había pasado por entre grupos de chavos que tirados como hojas secas de los árboles, se encontraban en grupos con jeringa en mano varios de ellos. Nunca me dieron tentación y sí muchas veces me causaban lástima.

Sentía que todos esos jóvenes ahí postrados, se engancharon a la droga, embobados por la alucinación de la curiosidad. Todos habían cedido ante el deseo de experimentar sensaciones nuevas. Y la mayoría iniciaron por poca cosa... algo "sin importancia" -como muchos creen-. "Al fin y al cabo, -ellos mismos afirmaban, fumarse un par de cigarrillos bien gruesos, de vez en cuando es totalmente inofensivo...". "Además -añadían muy seguros de sí mismos-, lo puedo dejar en cuanto yo quiera", y sin embargo ahora estaban encadenados de por vida.

Yo no sé cómo yo mismo que tanto los criticaba, caí tan fácil en la trampa. Quizá fue por no sentirme menos hombre que mis compañeros que todos fumaban lo mismo, o por simple curiosidad. Pero no paró todo en cigarrillos, poco tiempo después la heroína llegó a ser tan vital para mí como mi propia existencia. Cuando comencé a tratar de vivir sin ella, me ocurrían cosas terribles. Me ponía muy nervioso y no paraba ni un instante de tiritar. Me asaltaban continuas tandas de frío y luego de calor. Vomitaba durante horas hasta no expulsar más que sangre.

Los calambres me recorrían el cuerpo por las piernas y la espalda y me hacían rodar por el suelo a causa del dolor. Me subía y bajaba el ritmo respiratorio, la presión y la temperatura. También tenía repentinas contracciones musculares, diarrea, me ardían los ojos... Te prometo que quería morirme...". Y el sudor que emanaba de mi cuerpo era lo bastante abundante como para empapar la ropa de la cama y el colchón.

Sucio, sin afeitar, despeinado, embadurnado con mis propios vómitos y excrementos, yo presentaba en esos momentos un aspecto casi infrahumano. Sin comer y sin beber, adelgazaba rápidamente. La debilidad en la que me veía abatido me llevaba incluso a casi no poder levantar la cabeza.

Yo me metí a las drogas pensando vivir en un vergel o en un paraíso terrenal, pero un día me vi despierto ante una cruda realidad, con un cuerpo destrozado, envejecido prematuramente, disminuido notablemente en todas sus capacidades. Y, lo que es peor, con un interior vacío, sediento más aún de esa sed de felicidad que la droga no pudo aplacar en lo más mínimo. Había desperdiciado inútilmente mi vida y con ella la posibilidad de alcanzar algún día la ansiada felicidad, la verdadera.

Un día me metí a una iglesia, como pude, con el afán de robar aunque fuera las limosnas, o a la primera viejita que entrara pero estaba muy débil y lo más que hice fue sentarme en una banca del fondo de la iglesia. En eso estaba cuando en la banca de adelante se arrodilló una chava ?que estaba bien?, por lo que se veía, y no pude quitarle la vista de encima. No se movía, inclinada profundamente, estaba clavada con su cabeza entre sus manos.

No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando se levantó y se volvió para retirarse del lugar, creí que estaba en la gloria, pues la chava traía una cara de felicidad, que me desconcertó, pero más creció mi desconcierto cuando vi que al pasar me sonreía, pero no con una sonrisa de lástima, sino como una invitación a que yo también cerrara los ojos y me pusiera en oración como ella.

Entonces sentí unas ganas locas de llorar, y de hecho lo hice, pues ya no encontraba consuelo en el mundo. Cuando más intensas eran mis lágrimas y mis quejidos, acertó a pasar por ahí un sacerdote, que sin mas ni más me puso su brazo sobre mis hombros y me recargó sobre su pecho, sin importarte que yo estuviera sucio y mal oliente. ¡Cómo descansé ese día, al tener cerca esos brazos que me expresaban acogida, ternura y aceptación!

El sacerdote no pronunció palabra, simplemente se concretó a hacer que yo me sintiera hombre nuevamente. Cuando cesaron mis lágrimas y mis gritos, porque grité de angustia pero al mismo tiempo de felicidad, el sacerdote simplemente fue poniendo en mis oídos, casi como un susurro, palabras que yo había olvidado hacía mucho tiempo, pero que removieron un mundo interior que yo no había soñado: ?Padre nuestro... Padre nuestro...?.

Estas solas palabras evocaron muchos recuerdos, muchas horas pasadas en oración con mi madre ahora ya anciana y acabada al ver a su hijo que se mostraba cadavérico aunque aún con vida. El resto del Padre nuestro fue fluyendo suave pero fuertemente en mi interior: Padre nuestro que estás en los cielos, pero ya lo sentía yo muy fuerte cerca de mí, en los brazos de aquél anciano sacerdote... santificado sea tu nombre... yo te había enlodado, te había olvidado y ahora Tú me santificabas...

Venga tu Reino... sí, que venga, que la verdad triunfe, que ya no haya hombres que engañen y prometan reinos de felicidad que sólo consiguen grilletes y cadenas imposibles de romper... hágase tu voluntad... yo siempre había querido hacer la mía, y que los demás se plegaran a mis gustos, a mis inclinaciones, a mis deseos oscuros y sensuales... danos hoy nuestro pan de cada día... yo había ido a robar y ahora encontraba quién me alimentara, quien no me pedía nada y que ahora me lo estaba dando todo...

Perdona nuestras ofensas... qué difícil decirlo... como yo perdono a los que me han ofendido, a mi hermano que abusó de mí cuando yo era pequeñito, a mi madre que no metió las manos para defenderme, a mi padre que no se preocupó de si yo comía o estudiaba o necesitaba de su amor y de su cariño...

No nos dejes caer en la tentación... al llegar aquí, sentía que no era yo, que era alguien más profundo a mí mismo, que gritaba pidiendo no volver a caer en la tentación... luego supe que esa voz era la del Espíritu Santo en mí... y líbranos del mal... a todos los que hemos caído en este infierno, líbranos, lìbranos...?.

Mi recuperación fue lenta, dolorosa, pues mi cuerpo ya estaba muy pesado, pero ayudado por mi amigo sacerdote, yo ingresé a una clínica donde encontré amor y comprensión, y ahora vivo feliz, gritando a todos los que me encuentro, que hay un Padre que vela con amor por sus hijos, que nos quiere entrañablemente, y lucho por hacer que hermanos sin entrañas ya no arrojen a nuevos chavos a la hoguera de la droga y el pecado, y siempre que me acerco a los caídos, como alguien lo hizo conmigo, yo les voy diciendo al oído: ?Padre nuestro, Padre nuestro...?.