En aquel tiempo, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dice: «Sígueme». Él se levantó y le siguió. Y sucedió que estando Él a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y pecadores, y estaban a la mesa con Jesús y sus discípulos. Al verlo los fariseos decían a los discípulos: «¿Por qué come vuestro maestro con los publicanos y pecadores?». Jesús lo oyó y dijo: «No necesitan médico los que están sanos, sino los enfermos. Id, pues, a aprender qué significa: ‘Misericordia quiero, que no sacrificio’. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores».


Sígueme

Son casi las 4 de la tarde. Hace bastante calor en el mostrador. Llevo todo el día haciendo cuentas, y hoy parece que me van a cuadrar. Es una gozada cuando salen bien los números. En 5 minutos cierro.

Y de repente te veo pasar. Te diriges a mi puesto. No sé qué quieres. Yo procuro no distraerme para acabar ya lo que me queda, pero te plantas delante de mi mesa. Yo con monedas en la mano te miro a ver qué quieres. Y me doy cuenta al verte de que no quieres nada. Me quieres a mí. ¿Por qué lo sé? Ni idea. Pero lo sé.

“Sígueme”
Me olvido de las cuentas. Me olvido de cerrar. Me olvido del recaudador al que reporto. Me olvido de todo. Me olvido de mí.

Me levanto y te sigo. Nunca he sido de estas cosas. No soy perezoso, pero tampoco impulsivo. Entonces, ¿qué hago teniendo este arrebato? ¿A dónde vamos? ¿Qué va a ser de mi vida?

Mientras todas estas preguntas me asaltan mi mente, escucho que te has puesto a hablar con los fariseos:

“Misericordia quiero. No sacrificios”
“No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”

No se resuelve ninguna pregunta de las que tenía, pero ahora tengo una que las responde a todas:

Nunca he estado más orgulloso de ser un pecador.

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