Escuchar "Martes, 2 de Febrero de 2021"
Síntesis del Episodio
Lucas 2,22-40
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.» Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Lo has visto
Buenos días don Simeón. Me gustaría que me contaras cómo fueron tus días, tantos, en los que esperabas con paciencia e ilusión, -aguardabas- el consuelo de Israel, al Mesías. Días y días aparentemente normales, todos iguales quizá, en los que escuchabas muchas historias sobre el pueblo de Israel, profetas, mesías... y sin embargo, no llegaba. Gracias Simeón por ser un hombre justo y piadoso. Para mí eres un ejemplo: justo y piadoso. Haciendo lo que tenías que hacer pero con mucha devoción, piedad y amor de Dios. Y con mucha paciencia, relajao, sin agobios, dejando hacer a Dios, esperando los momentos de Dios. Es que, claro, el Espíritu Santo estaba contigo. ¿Recuerdas el día? Parecía que iba a ser uno más, como todos. Pero no. Ese aguardar tuyo con deseo se verá recompensado. Como estabas a la escucha de Dios, notaste ese susurro interior que te decía: ve al Templo. Y fuiste. Y... ¡¡te cambió la vida!! Allí, de repente, viste al Salvador, ¡incluso lo cogiste en brazos! Qué pasada. Cómo le mirarías, cómo llorarías, cómo lo apretarías en tu pecho, cómo bendijiste a Dios teniendo a Dios en tus brazos, cómo te llenaste de paz, una paz tan plena que ya podías marcharte al cielo.Y cómo se lo entregaste a María. Claramente el Espíritu Santo estaba contigo y te iba soplando. Por eso, me imagino que con miedo, vértigo, y dolor, le hablaste a María de la espada. Sabías que el Salvador sufriría mucho, y a María se le rompería el alma con ese dolor. Y no lo negaste. Les diste la bendición a María y José, y con tu mirada de hombre justo y piadoso, lleno de Dios, les trasmitiste: ¡ánimo! sí, va a sufrir, pero es el Salvador, y lo quiere así; ya veréis, todo va a ir bien. No me negarás que María y José estaban alucinando con todo: ¡¡como todos los meses fuesen iguales, esto no había hecho más que empezar!!Al despedirte, te pusiste de rodillas para adorar al Niño; tenías una cara de felicidad, de esas que transmiten vida. Y volviste con los tuyos a grito pelao: ¡he visto al Salvador! Por cierto, ¿hablaste con Ana, la profetisa? Bueno, el próximo día me lo cuentas. Nos vemos pronto, con Él. Que pases un buen día don Simeón.
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.» Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.»
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
Lo has visto
Buenos días don Simeón. Me gustaría que me contaras cómo fueron tus días, tantos, en los que esperabas con paciencia e ilusión, -aguardabas- el consuelo de Israel, al Mesías. Días y días aparentemente normales, todos iguales quizá, en los que escuchabas muchas historias sobre el pueblo de Israel, profetas, mesías... y sin embargo, no llegaba. Gracias Simeón por ser un hombre justo y piadoso. Para mí eres un ejemplo: justo y piadoso. Haciendo lo que tenías que hacer pero con mucha devoción, piedad y amor de Dios. Y con mucha paciencia, relajao, sin agobios, dejando hacer a Dios, esperando los momentos de Dios. Es que, claro, el Espíritu Santo estaba contigo. ¿Recuerdas el día? Parecía que iba a ser uno más, como todos. Pero no. Ese aguardar tuyo con deseo se verá recompensado. Como estabas a la escucha de Dios, notaste ese susurro interior que te decía: ve al Templo. Y fuiste. Y... ¡¡te cambió la vida!! Allí, de repente, viste al Salvador, ¡incluso lo cogiste en brazos! Qué pasada. Cómo le mirarías, cómo llorarías, cómo lo apretarías en tu pecho, cómo bendijiste a Dios teniendo a Dios en tus brazos, cómo te llenaste de paz, una paz tan plena que ya podías marcharte al cielo.Y cómo se lo entregaste a María. Claramente el Espíritu Santo estaba contigo y te iba soplando. Por eso, me imagino que con miedo, vértigo, y dolor, le hablaste a María de la espada. Sabías que el Salvador sufriría mucho, y a María se le rompería el alma con ese dolor. Y no lo negaste. Les diste la bendición a María y José, y con tu mirada de hombre justo y piadoso, lleno de Dios, les trasmitiste: ¡ánimo! sí, va a sufrir, pero es el Salvador, y lo quiere así; ya veréis, todo va a ir bien. No me negarás que María y José estaban alucinando con todo: ¡¡como todos los meses fuesen iguales, esto no había hecho más que empezar!!Al despedirte, te pusiste de rodillas para adorar al Niño; tenías una cara de felicidad, de esas que transmiten vida. Y volviste con los tuyos a grito pelao: ¡he visto al Salvador! Por cierto, ¿hablaste con Ana, la profetisa? Bueno, el próximo día me lo cuentas. Nos vemos pronto, con Él. Que pases un buen día don Simeón.
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