Mt 5, 13-16 • Vosotros sois la luz del mundo.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos».

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¡Cuánta gente a mi alrededor! Estás a lo lejos, subido en el monte, pero de alguna forma te siento cerca. Llevas un buen rato hablando de cosas increíbles y, lo que es más increíble aún, has estado curando a ciegos, paralíticos, endemoniados.
¿Quién eres?

Y, ¿quién soy yo para sentirme interpelado? Sólo soy uno más entre la multitud, uno más que te escucha en este monte, mis sentimientos no son diferentes a los de los que tengo al lado.

Siento la alegría que nos mandas tener, a pesar de tus avisos de persecuciones. Soy el pobre de espíritu, el hambriento y sediento, el olvidado, y siento que por fin alguien me habla a mí.

¡Por fin nos miran a los que lloramos!

Y cuántos somos, Señor... Por lo menos un monte entero. Somos como los granos de la sal que hablas. Numerosos, pequeños, parecidos, esparcidos. Y sé que estamos todos alegres por escucharte. ¿Cómo no contar esto? Pues hoy una luz ha brillado para nosotros, y esa luz se refleja ahora en nuestra mirada.
Me vuelvo a casa, tranquilo, charlando con el de al lado. Creo que es del mismo pueblo que yo, pero nunca nos habíamos saludado.

Todo sigue igual. Mañana todo seguirá igual, mi vida seguirá siendo normal, la vida de uno más entre el montón. Pero, de alguna forma, ya no soy uno más. Soy un granito de sal más. Me han dado el poder de dar sabor.

¡Hoy me han mirado!

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