Mateo 9, 18-26 En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se acercó un jefe de los judíos que se arrodilló ante él y le dijo: «Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, impón tu mano sobre ella y vivirá». Jesús se levantó y lo siguió con sus discípulos. Entre tanto, una mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y le tocó la orla del manto, pensando que con solo tocarle el manto se curaría. Jesús se volvió y al verla le dijo: «¡Ánimo, hija! Tu fe te ha salvado». Y en aquel momento quedó curada la mujer. Jesús llegó a casa de aquel jefe y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo: «¡Retiraos! La niña no está muerta, está dormida». Se reían de él. Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano y ella se levantó. La noticia se divulgó por toda aquella comarca.

Mientras Jesús hablaba…
Jesús se levantó y lo siguió...

Cuánto aprendo de ti, Jesús. Aprendo que no es prioritario decir, sino darse. Me enseñas que tus palabras están vivas. Que leyendo el evangelio puedo quedarme tanto con tus palabras como con tus obras, porque una me lleva a la otra y ambas son verdaderas. ¡Qué entrega tan bonita al que te busca! Sin condiciones, sin hacerle esperar. Así te siento yo cuando te necesito y de rodillas me postro ante ti.

Qué suerte tengo de aprender de ti este modo de vivir. Igual ocurre con la mujer que sufre en su salud desde hace años: “ánimo hija, tu fe te ha salvado”. No le dices ‘tu fe te salvará’. Qué capacidad de hacerte cargo de la persona entera en tiempo récord. Con qué profundidad conoces a cada uno. Cuánto amor a cada uno. Cuánto darte entero a uno. Ahora entiendo que también en mi oración puedas fijarte solo en mí, puedas dedicar toda tu atención a mis cosas, puedas amarme a mí por entero, puedas desear estar solo conmigo.

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