En el cielo de Salvath, podía verse pasar una lluvia de meteoros
desde la altiplanicie mesoamericana. El espectáculo duraba
unos cuantos días cada año.
Las pesadillas no cedieron. Cada noche, Bóreas despertaba
empapado de sudor. Miraba desde la ventana al Monte Olimpo
artreano estallar una y otra vez. Veía a Aurora sin rostro a veces,
otras quemada, pero siempre envuelta en sangre.
—Nunca debiste dejarme ir —reprendía Aurora al torturado
hombre. Bóreas pretendía escapar, pero a donde iba, la imagen
desfigurada de su hija le seguía.

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