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En esta ocasión continuamos con la historia:

"AENARION Y EL GRAN VORTICE"
Episodio 2.

Aenarion el Defensor fue el primero y más grande de los Reyes Fénix, el salvador de los Altos Elfos y el héroe más trágico del mundo de Warhammer. Surgió cuando el Caos desbordó los cielos y los vientos de la magia rompieron el equilibrio del mundo, dando paso a legiones demoníacas que devoraban todo cuanto existía. Los elfos, antaño seres de gracia inmortal y pureza luminosa, fueron reducidos a cenizas y desesperación. Entonces apareció Aenarion, un guerrero sin igual, nacido de la tormenta y destinado por los dioses. En un tiempo en que los cielos ardían y los mares se desangraban, empuñó la espada por su raza y unificó a su pueblo bajo un solo estandarte. Con la fuerza de su voluntad y el poder de su furia, enfrentó a los horrores del Caos y los arrojó de vuelta a los abismos. Pero el precio de su gesta sería más terrible que cualquier herida.

Cuando la marea demoníaca amenazó con borrar todo vestigio de vida, Aenarion, impulsado por la desesperación, entró en el oscuro Templo de Khaine, el Dios de la Sangre. Allí, sobre un altar bañado en las sombras del odio divino, desenvainó la Espada de Khaine, la Hoja del Dios Asesino, una reliquia que ni siquiera los dioses osaban tocar. Al tomarla, su cuerpo ardió con la furia de la divinidad y su alma fue marcada para la eternidad. La espada le concedió poder sobrehumano, la fuerza para enfrentarse solo a ejércitos enteros de demonios, pero al mismo tiempo sembró en él la semilla de la ruina. Desde ese instante, Aenarion dejó de ser un simple rey; se convirtió en el azote del Caos, en el campeón de la destrucción al servicio de la desesperada esperanza de los suyos. Dónde él pasaba, la tierra se abría, los cielos rugían y los demonios morían a millares. Sin embargo, cada victoria era un paso más hacia la corrupción, un fragmento más de su humanidad arrancado por la espada que lo consumía.

Mientras el mundo temblaba bajo el fragor de su guerra, los archimagos élfos, liderados por Caledor Hechicero, buscaban una solución definitiva. En su sabiduría comprendieron que el Caos no podía ser destruido, solo contenido. Así comenzó la creación del Gran Vórtice, un hechizo de proporciones cósmicas destinado a canalizar y drenar los vientos de la magia hacia un punto central en el corazón de Ulthuan. Era una empresa imposible, un acto que desafiaba a los propios dioses, y Aenarion se erigió como su protector. Mientras los magos entonaban el conjuro que salvaría el mundo, él se alzó como un muro viviente, luchando contra un océano de demonios que deseaban devorar la esperanza misma. La batalla fue indescriptible: el aire ardía con fuego arcano, los mares se levantaban como montañas, y el cielo se rasgaba dejando ver los ojos de los dioses del Caos. Pero Aenarion no cedió. Clavó su espada en la tierra y juró que nada pasaría mientras respirara. Su furia fue el escudo que mantuvo el Vórtice en pie hasta que el ritual se completó y los vientos fueron absorbidos, sellando la brecha entre los mundos.

El universo se salvó, pero el alma de Aenarion quedó destrozada. La Espada de Khaine había bebido demasiado de su espíritu, y el peso de su poder lo quebró desde dentro. Su amada Morathi, embrujada por la oscuridad, lo había perdido para siempre, y su hijo Malekith heredó tanto su grandeza como su maldición. Cuando la guerra terminó y el Gran Vórtice giró por primera vez, Aenarion comprendió que su tiempo había acabado. Viajó de nuevo al Templo de Khaine, devolvió la espada maldita a su altar y se marchó hacia el norte, donde enfrentó en soledad a un Príncipe Demonio de poder inefable. Nadie lo volvió a ver. Algunos dicen que murió entre relámpagos, otros que su espíritu se fundió con el Vórtice y vigila desde entonces los vientos de la magia, asegurando que el Caos no vuelva a desbordarse.

Aenarion fue el héroe que salvó el mundo y el mártir que condenó su linaje. Su nombre es pronunciado con reverencia y con temor, pues en él se unen la gloria y la perdición. Su sangre sigue viva en los herederos de Ulthuan: en Alarielle, la Reina Eterna, símbolo de pureza, y en Malekith, el Rey Brujo de Naggaroth, reflejo de su oscuridad. Ambos son la luz y la sombra del mismo origen. Así, Aenarion permanece como una figura imposible de igualar, un dios caído que tocó la inmortalidad y pagó el precio. Su historia es el corazón trágico de los elfos, un recordatorio de que incluso los más nobles pueden ser destruidos por la magnitud de su sacrificio, y de que el Gran Vórtice, girando eternamente en el centro del mundo, no es solo una prisión de magia, sino también el monumento a su desesperado heroísmo.

Maquetación: MAC (Terraescribiente)

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