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Síntesis del Episodio
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Hacía calor, la noche en que quemamos a Cromo. En los paseos y en las plazas, las mariposas se mataban a golpes contra el neón, pero en la buhardilla de Bobby la única luz salía de la pantalla de un monitor y de los testigos rojo y verde del panel frontal del simulador de matriz. Me sabía de memoria todos y cada uno de los chips del simulador de Bobby; era como cualquier Ono-Sendai VII de trabajo diario, el «Cyberspace Seven», pero lo había reconstruido tantas veces que costaría un triunfo encontrar un milímetro de circuito original a lo largo de todo aquel silicio. Esperábamos codo a codo frente a la consola del simulador, mirando la ventana del reloj en la esquina inferior izquierda de la pantalla. —Adelante —dije, cuando llegó la hora, pero Bobby ya estaba allí, inclinándose para empujar con el talón de la mano el programa ruso en la ranura. Lo hizo con la rigurosa elegancia de un niño que mete monedas en una videogalería, seguro de ganar y listo para sacar toda una serie partidas gratis. Una bullente y plateada marejada de fosfeno atravesó mi campo visual mientras la matriz comenzaba a desplegarse en mi cabeza, un ajedrez tridimensional, infinito y perfectamente transparente. El programa ruso pareció dar unos tumbos cuando entrábamos en la cuadrícula. Si algún otro hubiese estado conectado a aquella parte de la matriz, tal vez habría visto una oscilante ola de sombra que salía de la pequeña pirámide amarilla que representaba a nuestro ordenador. El programa era un arma mimética, diseñada para absorber el color local y presentarse como una irrupción de emergencia prioritaria en cualquier contexto que encontrase.
Hacía calor, la noche en que quemamos a Cromo. En los paseos y en las plazas, las mariposas se mataban a golpes contra el neón, pero en la buhardilla de Bobby la única luz salía de la pantalla de un monitor y de los testigos rojo y verde del panel frontal del simulador de matriz. Me sabía de memoria todos y cada uno de los chips del simulador de Bobby; era como cualquier Ono-Sendai VII de trabajo diario, el «Cyberspace Seven», pero lo había reconstruido tantas veces que costaría un triunfo encontrar un milímetro de circuito original a lo largo de todo aquel silicio. Esperábamos codo a codo frente a la consola del simulador, mirando la ventana del reloj en la esquina inferior izquierda de la pantalla. —Adelante —dije, cuando llegó la hora, pero Bobby ya estaba allí, inclinándose para empujar con el talón de la mano el programa ruso en la ranura. Lo hizo con la rigurosa elegancia de un niño que mete monedas en una videogalería, seguro de ganar y listo para sacar toda una serie partidas gratis. Una bullente y plateada marejada de fosfeno atravesó mi campo visual mientras la matriz comenzaba a desplegarse en mi cabeza, un ajedrez tridimensional, infinito y perfectamente transparente. El programa ruso pareció dar unos tumbos cuando entrábamos en la cuadrícula. Si algún otro hubiese estado conectado a aquella parte de la matriz, tal vez habría visto una oscilante ola de sombra que salía de la pequeña pirámide amarilla que representaba a nuestro ordenador. El programa era un arma mimética, diseñada para absorber el color local y presentarse como una irrupción de emergencia prioritaria en cualquier contexto que encontrase.
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26/11/2018
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