Ningún sistema institucional puede pretenderse fuerte, justificado, duradero y legítimo si teme y persigue a las opiniones que lo confrontan o las expectativas que, dentro de las garantía del propio sistema, se puedan exponer y anhelar públicamente los cambios de rumbo antes de que sea demasiado tarde y costoso para la sociedad que está incluida con posibles perjuicios irreparables e inminentes.

El 6 de febrero de 2016 La Nación titulaba su editorial: “En democracia no existe el delito de opinión”. En un párrafo advertía sobre la cuestión señalando que es peligroso cuando “en lugar de aceptar el disenso como una de las conductas elementales de la democracia y de participar como ciudadanos interesados en los debates de la agenda pública, se recurre a la negación y al descrédito del otro, olvidando que el delito de opinión no está contemplado en ninguna legislación ni jurisprudencia”.

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