Escuchar "El genio visionario de Leonardo Da Vinci."
Síntesis del Episodio
El genio visionario de Leonardo Da Vinci.
Hubo un tiempo en el que el mundo desconocía la luz de la electricidad.
Las ciudades dormían bajo antorchas parpadeantes.
Donde los ríos fluían lentamente, como pensamientos antiguos.
Y el cielo era solo un misterio para ser contemplado, aunque algunos lo vieron como un desafío.
En aquellos tiempos nació un hombre que decidió mirar más allá.
Diseñó artilugios para volar.
Y quiso comprenderlo todo: el agua, el cuerpo, el viento…la vida.
Su nombre fue el de…Leonardo Da Vinci.
Una mente que abarcó siglos.
Que imaginó el futuro.
Un hombre polifacético: artista, inventor, científico, filósofo.
Y que nunca dejó de maravillarse.
Leonardo nació en 1452 en las colinas toscanas de Vinci.
Un pequeño pueblo, rodeado de vegetación.
Dicen que fue el hijo ilegítimo de un notario y una campesina.
Su libertad creativa le impulsaría hacia el cielo.
De niño, lo observaba todo.
El vuelo de los pájaros.
Los remolinos del agua.
Las sombras que danzaban por las paredes.
Y empezó a dibujar ese mundo infinito.
Para Leonardo, comprender el entorno era un acto de amor.
No estudió para dominar la naturaleza, sino para entenderla.
Y dialogar con ella.
Cuando pisó Florencia, la ciudad era una encrucijada de arte y conocimiento.
Allí, entre los lienzos y cinceles, de los talleres de los artistas, Leonardo aprendería no sólo a pintar, sino a pensar a lo grande.
Imaginó que sus diseños algún día podrían convertirse en máquinas de verdad.
En sus cuadernos, llenos de bocetos y escritura al revés, plasmó miles de ideas, intuiciones y preguntas.
Para ir comprendiendo él mismo, los pasos que debía seguir.
Usó la escritura especular, legible solo en un espejo.
Observaba el mundo con la precisión de un ingeniero y la sensibilidad de un poeta.
Cuando apreciaba el vuelo de un pájaro veía las matemáticas ocultas en sus movimientos.
Las fórmulas invisibles que lo equilibran todo.
El código secreto de la naturaleza.
Unos sueños que el mundo tardaría siglos en comprender.
Entre las páginas ya amarillentas de sus códices se pueden extraer las ideas de este visionario.
Como la hélice aérea.
Una enorme hélice de lino, enrollada sobre sí misma, lista para elevarse en el aire.
El antepasado del helicóptero moderno.
Leonardo imaginó que el aire era un mar invisible.
Y que una espiral, si giraba lo bastante rápido, podría flotar en él.
También diseñó el prototipo de una máquina de guerra, una especie de tanque.
Una cúpula de madera y metal con cañones dispuestos a su alrededor.
Propulsados por engranajes internos.
Un sueño de hierro.
Un desafío al ingenio.
Un ejercicio para demostrar cómo el hombre podía amplificar su propia fuerza.
Leonardo estudió el mecanismo del batir de las alas, durante años.
Y dibujó modelos detallados con palancas y tirantes.
Leonardo escribió que: una vez que hayas conocido el vuelo, caminarás mirando el cielo porque habrás estado allí arriba y desearás volver.
Incluso, inventó un vehículo autopropulsado, manejado a base de resortes y engranajes.
El concepto de lo que sería un automóvil.
Sin motor ni gasolina, solo pura mecánica.
Máquinas para subir agua, puentes móviles para cruzar los ríos, trajes de buceo de cuero y vidrio con válvulas para respirar bajo el agua.
El primer embrión del submarino.
Gracias a esas innovaciones podríamos llegar a cualquier lugar.
Superando nuestros límites.
Al final, muchos de esos proyectos nunca se construyeron.
Leonardo seguía mirando el mundo con esos ojos de curiosidad.
Al pintar un rostro buscaba reflejar su alma.
Y estudió el cuerpo humano, sus huesos, músculos, cada detalle de la anatomía.
Aunque tuvo que diseccionar cuerpos en secreto.
Trazó venas, órganos y tendones con la precisión de un cirujano y la gracia de un artista.
Siempre buscó comprender el misterio de la vida misma.
Y luego estaban sus obras.
La Mona Lisa, con esa sonrisa suspendida en un enigma.
La Última Cena donde retrata el conflicto entre la fe o la traición.
En Milán, al servicio de Ludovico el Moro, construiría máquinas de guerra y estudiaría los instrumentos musicales.
Leonardo podía pasar de diseñar un cañón a componer una melodía.
Su cerebro fue un torbellino de ideas.
A pesar de que también sufrió de una profundad soledad.
El genio se sintió incompleto.
En sus últimos años de vida, Leonardo se retiró a Francia, a la corte del rey Francisco primero.
Ya era un anciano aunque con una mente joven aún.
Seguía paseando por los jardines del castillo, observando el vuelo de los pájaros.
Tal y como lo hacía de niño.
Adelantándose siglos enteros con sus sueños y descubrimientos.
Tratando de comprender la razón de todo.
Dibujando el movimiento del agua, la luz.
El conocimiento siempre le otorgó una cierta paz.
Quizás ser un genio es no saber dónde termina la curiosidad y dónde empieza la vida.
Y así murió en 1519 a los 67 años.
Dejándonos su inmenso legado: miles de dibujos, estudios, obras, ideas…
Sobre cómo Leonardo vio el mundo a través de sus ojos.
Hoy vivimos en el futuro que él imaginó.
Donde volamos, construimos y batallamos con las máquinas que el intuyó.
Leonardo nos enseñó que la verdadera grandeza no es saberlo todo sino nunca dejar de preguntar.
Al igual que él, levantó la vista hacia el cielo y alzó ‘el vuelo de la mente’.
Hubo un tiempo en el que el mundo desconocía la luz de la electricidad.
Las ciudades dormían bajo antorchas parpadeantes.
Donde los ríos fluían lentamente, como pensamientos antiguos.
Y el cielo era solo un misterio para ser contemplado, aunque algunos lo vieron como un desafío.
En aquellos tiempos nació un hombre que decidió mirar más allá.
Diseñó artilugios para volar.
Y quiso comprenderlo todo: el agua, el cuerpo, el viento…la vida.
Su nombre fue el de…Leonardo Da Vinci.
Una mente que abarcó siglos.
Que imaginó el futuro.
Un hombre polifacético: artista, inventor, científico, filósofo.
Y que nunca dejó de maravillarse.
Leonardo nació en 1452 en las colinas toscanas de Vinci.
Un pequeño pueblo, rodeado de vegetación.
Dicen que fue el hijo ilegítimo de un notario y una campesina.
Su libertad creativa le impulsaría hacia el cielo.
De niño, lo observaba todo.
El vuelo de los pájaros.
Los remolinos del agua.
Las sombras que danzaban por las paredes.
Y empezó a dibujar ese mundo infinito.
Para Leonardo, comprender el entorno era un acto de amor.
No estudió para dominar la naturaleza, sino para entenderla.
Y dialogar con ella.
Cuando pisó Florencia, la ciudad era una encrucijada de arte y conocimiento.
Allí, entre los lienzos y cinceles, de los talleres de los artistas, Leonardo aprendería no sólo a pintar, sino a pensar a lo grande.
Imaginó que sus diseños algún día podrían convertirse en máquinas de verdad.
En sus cuadernos, llenos de bocetos y escritura al revés, plasmó miles de ideas, intuiciones y preguntas.
Para ir comprendiendo él mismo, los pasos que debía seguir.
Usó la escritura especular, legible solo en un espejo.
Observaba el mundo con la precisión de un ingeniero y la sensibilidad de un poeta.
Cuando apreciaba el vuelo de un pájaro veía las matemáticas ocultas en sus movimientos.
Las fórmulas invisibles que lo equilibran todo.
El código secreto de la naturaleza.
Unos sueños que el mundo tardaría siglos en comprender.
Entre las páginas ya amarillentas de sus códices se pueden extraer las ideas de este visionario.
Como la hélice aérea.
Una enorme hélice de lino, enrollada sobre sí misma, lista para elevarse en el aire.
El antepasado del helicóptero moderno.
Leonardo imaginó que el aire era un mar invisible.
Y que una espiral, si giraba lo bastante rápido, podría flotar en él.
También diseñó el prototipo de una máquina de guerra, una especie de tanque.
Una cúpula de madera y metal con cañones dispuestos a su alrededor.
Propulsados por engranajes internos.
Un sueño de hierro.
Un desafío al ingenio.
Un ejercicio para demostrar cómo el hombre podía amplificar su propia fuerza.
Leonardo estudió el mecanismo del batir de las alas, durante años.
Y dibujó modelos detallados con palancas y tirantes.
Leonardo escribió que: una vez que hayas conocido el vuelo, caminarás mirando el cielo porque habrás estado allí arriba y desearás volver.
Incluso, inventó un vehículo autopropulsado, manejado a base de resortes y engranajes.
El concepto de lo que sería un automóvil.
Sin motor ni gasolina, solo pura mecánica.
Máquinas para subir agua, puentes móviles para cruzar los ríos, trajes de buceo de cuero y vidrio con válvulas para respirar bajo el agua.
El primer embrión del submarino.
Gracias a esas innovaciones podríamos llegar a cualquier lugar.
Superando nuestros límites.
Al final, muchos de esos proyectos nunca se construyeron.
Leonardo seguía mirando el mundo con esos ojos de curiosidad.
Al pintar un rostro buscaba reflejar su alma.
Y estudió el cuerpo humano, sus huesos, músculos, cada detalle de la anatomía.
Aunque tuvo que diseccionar cuerpos en secreto.
Trazó venas, órganos y tendones con la precisión de un cirujano y la gracia de un artista.
Siempre buscó comprender el misterio de la vida misma.
Y luego estaban sus obras.
La Mona Lisa, con esa sonrisa suspendida en un enigma.
La Última Cena donde retrata el conflicto entre la fe o la traición.
En Milán, al servicio de Ludovico el Moro, construiría máquinas de guerra y estudiaría los instrumentos musicales.
Leonardo podía pasar de diseñar un cañón a componer una melodía.
Su cerebro fue un torbellino de ideas.
A pesar de que también sufrió de una profundad soledad.
El genio se sintió incompleto.
En sus últimos años de vida, Leonardo se retiró a Francia, a la corte del rey Francisco primero.
Ya era un anciano aunque con una mente joven aún.
Seguía paseando por los jardines del castillo, observando el vuelo de los pájaros.
Tal y como lo hacía de niño.
Adelantándose siglos enteros con sus sueños y descubrimientos.
Tratando de comprender la razón de todo.
Dibujando el movimiento del agua, la luz.
El conocimiento siempre le otorgó una cierta paz.
Quizás ser un genio es no saber dónde termina la curiosidad y dónde empieza la vida.
Y así murió en 1519 a los 67 años.
Dejándonos su inmenso legado: miles de dibujos, estudios, obras, ideas…
Sobre cómo Leonardo vio el mundo a través de sus ojos.
Hoy vivimos en el futuro que él imaginó.
Donde volamos, construimos y batallamos con las máquinas que el intuyó.
Leonardo nos enseñó que la verdadera grandeza no es saberlo todo sino nunca dejar de preguntar.
Al igual que él, levantó la vista hacia el cielo y alzó ‘el vuelo de la mente’.
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