Los medios de información tradicionales españoles han pasado de ser propiedad de editores medianos o pequeños que, como solía decirse, “amaban la tinta impresa”, a ser propiedad de grandes corporaciones con sus propios intereses y servidumbres que abordan la información como un negocio y no como un derecho ciudadano. Grandes empresas han pasado, además, a formar parte del accionariado de algunos medios. Antes, el director defendía la independencia de la redacción; ahora el director del medio suele estar en el lado de la empresa, de manera de las redacciones quedan desprotegidas.

Y para complicar más las cosas, la crisis económica y la revolución tecnológica se han saldado con unas plantillas diezmadas y temerosas de perder su puesto de trabajo, con unos sueldos sensiblemente más bajos, que son un buen caldo de cultivo para la aparición de la autocensura, la que para algunos es una de las grandes lacras del periodismo actual.

Según el “Informe Anual de la Profesión Periodística 2015”, el 76,8% de los periodistas ha recibido presiones, y el 75,7% de los que reciben presiones cede a la presión. Estas presiones sobre el periodista provienen tanto de los poderes políticos como de los económicos, a través de, básicamente, instancias políticas o empresariales externas del medio, representantes de instituciones públicas o anunciantes.

La situación de la independencia periodística se agrava cuando desde los poderes públicos se aprueban leyes que intentan limitar la libertad de información, como la conocida como “ley mordaza”.

También han surgido nuevas amenazas a la libertad de información, al calor de la revolución digital, que permite a los lectores un contacto directo y permanente con los periodistas, y que pueden resumirse en una cierta tiranía de las audiencias.

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