Escuchar "El desconocimiento de la ley no exime de cumplirla (John Ashbery, en la voz de Arturo Carrera)"
Síntesis del Episodio
Nos advirtieron sobre las arañas y la ocasional hambruna.
Agarramos el auto y nos fuimos al centro a ver a los vecinos.
Ninguno estaba en casa. Hicimos nido en los jardines
que el municipio había diseñado, nos acordamos de otros
lugares diferentes, ¿pero lo eran? ¿No sabíamos todo de antemano?
En viñedos en los que el himno de la abeja ahoga la monotonía
dormimos por la paz y nos sumamos a la gran campaña.
Él se acercó hasta mí.
Todo era como entonces,
excepto por el peso del presente,
que destruía el pacto que habíamos celebrado con el cielo.
En realidad, no había razón para alegrarse,
tampoco era imperioso regresar.
Estábamos perdidos con sólo estar ahí parados,
escuchando el zumbido de los cables encima de nosotros.
Lloramos la meritocracia, que con salvaje vehemencia,
había puesto comida en nuestra mesa y leche en nuestros vasos.
De forma arrabalera, descuidada, caminamos de vuelta
hasta la roca de cristal de cuarzo en que se había convertido,
pura preocupación y miedo por nosotros.
Bajamos con cuidado
al último escalón. Ahí uno puede lamentarse y respirar,
enjuagar sus efectos personales en el manantial helado.
Sólo hay que precaverse de los osos y lobos que suelen frecuentarlo,
y de la sombra que te sobreviene cuando esperás el alba.
Agarramos el auto y nos fuimos al centro a ver a los vecinos.
Ninguno estaba en casa. Hicimos nido en los jardines
que el municipio había diseñado, nos acordamos de otros
lugares diferentes, ¿pero lo eran? ¿No sabíamos todo de antemano?
En viñedos en los que el himno de la abeja ahoga la monotonía
dormimos por la paz y nos sumamos a la gran campaña.
Él se acercó hasta mí.
Todo era como entonces,
excepto por el peso del presente,
que destruía el pacto que habíamos celebrado con el cielo.
En realidad, no había razón para alegrarse,
tampoco era imperioso regresar.
Estábamos perdidos con sólo estar ahí parados,
escuchando el zumbido de los cables encima de nosotros.
Lloramos la meritocracia, que con salvaje vehemencia,
había puesto comida en nuestra mesa y leche en nuestros vasos.
De forma arrabalera, descuidada, caminamos de vuelta
hasta la roca de cristal de cuarzo en que se había convertido,
pura preocupación y miedo por nosotros.
Bajamos con cuidado
al último escalón. Ahí uno puede lamentarse y respirar,
enjuagar sus efectos personales en el manantial helado.
Sólo hay que precaverse de los osos y lobos que suelen frecuentarlo,
y de la sombra que te sobreviene cuando esperás el alba.
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