Escuchar "Ejercicio de fortalecimiento del espíritu (Agota Kristof, en la voz de Malena López)"
Síntesis del Episodio
La abuela nos dice:
¡Pendejos de mierda!
La gente nos dice:
¡Están poseídos!, ¡Hijos de puta!
Otros nos dicen:
¡Imbéciles!, ¡Lacras!, ¡Pungas!, ¡Mocosos de mierda!, ¡Chorros!, ¡Ratas!, ¡Sucios!, ¡Pendejos!, ¡Mierdas!, ¡Ladrones!, ¡Futuros asesinos!.
Cuando escuchamos esas palabras se nos pone la cara roja, nos zumban los oídos, nos pican los ojos, las rodillas nos tiemblan.
No queremos temblar más ni ponernos colorados, nos queremos acostumbrar a los insultos, a las palabras que lastiman.
Cuando nos sentamos a comer, en la cocina, uno enfrente del otro y nos miramos a los ojos, nos decimos palabras cada vez más terribles.
Uno dice: ¡Sos la peor mierda!, ¡Estúpido!
El otro: ¡Puto!, ¡Pelotudo!
Seguimos así hasta que las palabras no entran más en nuestro cerebro, ni siquiera en nuestros oídos. Hacemos este ejercicio alrededor de media hora por día, y salimos a pasear a la calle. Conseguimos que la gente nos insulte y comprobamos que al final logramos ser indiferentes.
Pero también están las palabras antiguas.
Nuestra mamá nos decía:
¡Queridos!, ¡Mis amores!, ¡Mi vida!, ¡Mis pequeños bebés adorados!
Cuando nos acordamos de esas palabras, nuestros ojos se llenan de lágrimas. Nos las tenemos que olvidar porque hoy nadie nos habla de esa manera y porque el recuerdo que tenemos es una carga demasiado pesada.
Entonces, retomamos nuestro ejercicio de otra manera:
Nos decimos: ¡Queridos!, ¡Mis amores!, los amo…nunca los dejaría…solo tengo amor para ustedes…Siempre…Son mi vida entera…
A fuerza de repetirlas, las palabras van perdiendo de a poco su significado y el dolor que traen se disuelve.
Traducción de María Mazzinghi
¡Pendejos de mierda!
La gente nos dice:
¡Están poseídos!, ¡Hijos de puta!
Otros nos dicen:
¡Imbéciles!, ¡Lacras!, ¡Pungas!, ¡Mocosos de mierda!, ¡Chorros!, ¡Ratas!, ¡Sucios!, ¡Pendejos!, ¡Mierdas!, ¡Ladrones!, ¡Futuros asesinos!.
Cuando escuchamos esas palabras se nos pone la cara roja, nos zumban los oídos, nos pican los ojos, las rodillas nos tiemblan.
No queremos temblar más ni ponernos colorados, nos queremos acostumbrar a los insultos, a las palabras que lastiman.
Cuando nos sentamos a comer, en la cocina, uno enfrente del otro y nos miramos a los ojos, nos decimos palabras cada vez más terribles.
Uno dice: ¡Sos la peor mierda!, ¡Estúpido!
El otro: ¡Puto!, ¡Pelotudo!
Seguimos así hasta que las palabras no entran más en nuestro cerebro, ni siquiera en nuestros oídos. Hacemos este ejercicio alrededor de media hora por día, y salimos a pasear a la calle. Conseguimos que la gente nos insulte y comprobamos que al final logramos ser indiferentes.
Pero también están las palabras antiguas.
Nuestra mamá nos decía:
¡Queridos!, ¡Mis amores!, ¡Mi vida!, ¡Mis pequeños bebés adorados!
Cuando nos acordamos de esas palabras, nuestros ojos se llenan de lágrimas. Nos las tenemos que olvidar porque hoy nadie nos habla de esa manera y porque el recuerdo que tenemos es una carga demasiado pesada.
Entonces, retomamos nuestro ejercicio de otra manera:
Nos decimos: ¡Queridos!, ¡Mis amores!, los amo…nunca los dejaría…solo tengo amor para ustedes…Siempre…Son mi vida entera…
A fuerza de repetirlas, las palabras van perdiendo de a poco su significado y el dolor que traen se disuelve.
Traducción de María Mazzinghi
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