Escuchar "Si entiendes esto lo entiendes todo en la vida cristiana"
Síntesis del Episodio
SOMOS MAYORDOMOS DE TODO CUANTO TENEMOS. La Biblia enseña que nada me pertenece; todo cuanto tengo es de Dios. Este principio lo encontramos en 1 Corintios 6:19-20: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio, glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”.
Si algo tan nuestro como el cuerpo no es nuestro; si algo tan personal y privado como nuestro cuerpo no nos pertenece, sino que es del Señor, ya que somos templo del Espíritu Santo; cuánto más el resto de las áreas de nuestra existencia. ¿Y por qué somos de Cristo? Porque por precio hemos sido comprados.
En la mentalidad antigua, de los días de la Biblia, se podía comprender perfectamente el tema de la esclavitud. Imagina a un esclavo que había nacido esclavo o había sido hecho esclavo por guerras o por deudas... Un día, este esclavo, es comprado por otro señor; ahora pertenece a aquel que lo ha comprado. Imagina que ese esclavo estaba bajo un amo cruel y sanguinario que lo maltrataba. Y que un mejor señor se apiada de él, a tal punto que paga un gran precio para comprar a dicho esclavo. ¿Cómo se sentiría el esclavo? Seguramente agradecido, porque tenía una vida desdichada y porque, quizás, la muerte era lo que al final le esperaba. Ahora es comprado por un mejor amo que le salva de esa muerte. Acaba el dolor y el sufrimiento e, incluso, este nuevo señor, lo ama tanto que no quiere tener una relación laboral o de tiranía, sino una amistad, una relación de amor con ese esclavo que ha comprado. Imagínate que el precio que ese amo o señor ha pagado es que ha muerto su hijo primogénito, su unigénito, para poder comprar a este hombre. ¡Qué precio tan alto! El esclavo no entiende qué ha podido llevar a su nuevo señor a comprarlo, pagando el precio de que muera su hijo en lugar suyo. Y para finalizar la alegoría, este buen amo, después de un tiempo brindando amor, cuidado, enseñanza y amistad al esclavo, le dice: “Mira, no quiero que me sirvas por obligación o porque soy el dueño de tu vida. Te doy carta de libertad. Si te quieres quedar aquí conmigo lo harías en calidad de hijo y no de esclavo”. ¡De una forma extremadamente generosa el esclavo acaba convertido en hijo y en heredero!
Suena a locura ¿verdad? Sin embargo, te acabo de contar lo que Dios el Padre ha hecho por cada uno de nosotros. Estábamos bajo un tirano, Satanás, quien, con el poder del pecado, nos tenía encadenados y con el látigo de la muerte nos infringía sufrimiento. Nuestro fin no era una muerte simplemente física, sino la condenación eterna. Entonces, Dios el Padre dice: “Yo quiero liberar a Juan Carlos, yo quiero liberar a Pablo, yo quiero liberar a Lucía, a María, yo quiero liberar a Antonio, a Luis (pon ahí tu nombre), y deseo liberarlos porque los amo y porque para mí son importantes”. Después, el Padre da a su Hijo unigénito, Jesucristo; el Padre nos compra con la sangre de su Hijo y nos saca de la esclavitud. Así lo leemos en 1 Pedro 1:18-20: “sabiendo que no fuisteis redimidos (o rescatados por el pago de un precio) de vuestra vana manera de vivir heredada de vuestros padres con cosas perecederas como oro o plata, sino con sangre preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha, la sangre de Cristo”.
Y Dios no nos obliga a ninguno de nosotros a ser sus siervos, sino que nos da libertad y nos dice: “Mira, si quieres quedarte en una relación conmigo lo tienes que hacer como hijo y lo tienes que hacer porque me amas”. ¿Qué sería lo lógico? Lo lógico sería que nosotros digamos a Dios: “¡Gracias! ¡Me has salvado la vida! Reconozco que si ahora soy libre es porque Tú me rescataste”.
La palabra redimir significa comprar por precio o rescatar; es como cuando alguien es secuestrado y se paga un rescate para liberarlo. El padre pagó el precio de nuestro rescate, que fue la sangre de Cristo Jesús; lo vio morir en esa cruz y no lo libró de la tortura, no lo sacó del sufrimiento, porque era la única forma de salvarnos, pues ese era el pago por nuestros pecados.
De esa manera el Padre nos rescata: nos liberta primero y nos quiere adoptar como hijos, después. Pero no nos obliga a creer en Él; más bien nos dice: “Si tú me recibes como Dios, y me abres el corazón, recibiéndome como Padre, te doy el derecho de llegar a ser hijo mío”. Juan 1:12: “Pero a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre”. Sé que soy hijo. No me siento trabajador ni tengo una relación contractual en la que hago algo por Dios y Él me da pago a cambio. No. Porque Dios nos lo ha dado todo por amor. Todo lo que tenemos es un don de Dios, que nos ha dado junto con su Hijo (Romanos 8:32). Todo lo bueno, toda buena dádiva y todo don perfecto descienden del Padre de las luces (Santiago 1:17).
De ahora en adelante, aunque Dios nos ha comprado por precio y le pertenecemos, nos da libertad para que hagamos con nuestra vida lo que prefiramos... Nos da la libertad de que hagamos con el cuerpo, con el tiempo, con el dinero, con nuestro trabajo, con nuestros talentos, con todo lo que tenemos, lo que queramos. ¿Qué cabría esperar? ¡Que tengamos gratitud! Que seamos siervos voluntariamente; que seamos hijos que lo amamos; porque antes le servíamos al pecado, mas ahora somos libres. Que le reconozcamos como Rey y Señor, y queramos vivir para servirle y para agradarle.
No obstante, aunque todo me lo ha dado por amor y no a cambio de un trabajo que yo haga o de un servicio que le brinde, pero ¿qué es lo que Él espera de mí? Que yo, por amor también, le dé mi todo a que Aquel que me dio a mí su todo. Y que yo, por amor y voluntariamente, le sirva al Señor.
Pues bien, en la mayordomía bíblica todo parte de este principio. Lo primero es reconocer que nada me pertenece; lo que tengo es de Dios. Si mi cuerpo fue comprado y no soy mío, también mi fuerza, mi tiempo, mi inteligencia, mi familia y, por supuesto, mis bienes y mis posesiones. Soy un mayordomo. ¿Por qué soy un mayordomo? Porque no me considero ya el dueño. Ahora me veo como el administrador, pero el dueño de mi vida es Dios el Padre, quien me sacó de la muerte y de la destrucción y me compró con la sangre de Cristo Jesús.
Si algo tan nuestro como el cuerpo no es nuestro; si algo tan personal y privado como nuestro cuerpo no nos pertenece, sino que es del Señor, ya que somos templo del Espíritu Santo; cuánto más el resto de las áreas de nuestra existencia. ¿Y por qué somos de Cristo? Porque por precio hemos sido comprados.
En la mentalidad antigua, de los días de la Biblia, se podía comprender perfectamente el tema de la esclavitud. Imagina a un esclavo que había nacido esclavo o había sido hecho esclavo por guerras o por deudas... Un día, este esclavo, es comprado por otro señor; ahora pertenece a aquel que lo ha comprado. Imagina que ese esclavo estaba bajo un amo cruel y sanguinario que lo maltrataba. Y que un mejor señor se apiada de él, a tal punto que paga un gran precio para comprar a dicho esclavo. ¿Cómo se sentiría el esclavo? Seguramente agradecido, porque tenía una vida desdichada y porque, quizás, la muerte era lo que al final le esperaba. Ahora es comprado por un mejor amo que le salva de esa muerte. Acaba el dolor y el sufrimiento e, incluso, este nuevo señor, lo ama tanto que no quiere tener una relación laboral o de tiranía, sino una amistad, una relación de amor con ese esclavo que ha comprado. Imagínate que el precio que ese amo o señor ha pagado es que ha muerto su hijo primogénito, su unigénito, para poder comprar a este hombre. ¡Qué precio tan alto! El esclavo no entiende qué ha podido llevar a su nuevo señor a comprarlo, pagando el precio de que muera su hijo en lugar suyo. Y para finalizar la alegoría, este buen amo, después de un tiempo brindando amor, cuidado, enseñanza y amistad al esclavo, le dice: “Mira, no quiero que me sirvas por obligación o porque soy el dueño de tu vida. Te doy carta de libertad. Si te quieres quedar aquí conmigo lo harías en calidad de hijo y no de esclavo”. ¡De una forma extremadamente generosa el esclavo acaba convertido en hijo y en heredero!
Suena a locura ¿verdad? Sin embargo, te acabo de contar lo que Dios el Padre ha hecho por cada uno de nosotros. Estábamos bajo un tirano, Satanás, quien, con el poder del pecado, nos tenía encadenados y con el látigo de la muerte nos infringía sufrimiento. Nuestro fin no era una muerte simplemente física, sino la condenación eterna. Entonces, Dios el Padre dice: “Yo quiero liberar a Juan Carlos, yo quiero liberar a Pablo, yo quiero liberar a Lucía, a María, yo quiero liberar a Antonio, a Luis (pon ahí tu nombre), y deseo liberarlos porque los amo y porque para mí son importantes”. Después, el Padre da a su Hijo unigénito, Jesucristo; el Padre nos compra con la sangre de su Hijo y nos saca de la esclavitud. Así lo leemos en 1 Pedro 1:18-20: “sabiendo que no fuisteis redimidos (o rescatados por el pago de un precio) de vuestra vana manera de vivir heredada de vuestros padres con cosas perecederas como oro o plata, sino con sangre preciosa, como de un cordero sin tacha y sin mancha, la sangre de Cristo”.
Y Dios no nos obliga a ninguno de nosotros a ser sus siervos, sino que nos da libertad y nos dice: “Mira, si quieres quedarte en una relación conmigo lo tienes que hacer como hijo y lo tienes que hacer porque me amas”. ¿Qué sería lo lógico? Lo lógico sería que nosotros digamos a Dios: “¡Gracias! ¡Me has salvado la vida! Reconozco que si ahora soy libre es porque Tú me rescataste”.
La palabra redimir significa comprar por precio o rescatar; es como cuando alguien es secuestrado y se paga un rescate para liberarlo. El padre pagó el precio de nuestro rescate, que fue la sangre de Cristo Jesús; lo vio morir en esa cruz y no lo libró de la tortura, no lo sacó del sufrimiento, porque era la única forma de salvarnos, pues ese era el pago por nuestros pecados.
De esa manera el Padre nos rescata: nos liberta primero y nos quiere adoptar como hijos, después. Pero no nos obliga a creer en Él; más bien nos dice: “Si tú me recibes como Dios, y me abres el corazón, recibiéndome como Padre, te doy el derecho de llegar a ser hijo mío”. Juan 1:12: “Pero a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre”. Sé que soy hijo. No me siento trabajador ni tengo una relación contractual en la que hago algo por Dios y Él me da pago a cambio. No. Porque Dios nos lo ha dado todo por amor. Todo lo que tenemos es un don de Dios, que nos ha dado junto con su Hijo (Romanos 8:32). Todo lo bueno, toda buena dádiva y todo don perfecto descienden del Padre de las luces (Santiago 1:17).
De ahora en adelante, aunque Dios nos ha comprado por precio y le pertenecemos, nos da libertad para que hagamos con nuestra vida lo que prefiramos... Nos da la libertad de que hagamos con el cuerpo, con el tiempo, con el dinero, con nuestro trabajo, con nuestros talentos, con todo lo que tenemos, lo que queramos. ¿Qué cabría esperar? ¡Que tengamos gratitud! Que seamos siervos voluntariamente; que seamos hijos que lo amamos; porque antes le servíamos al pecado, mas ahora somos libres. Que le reconozcamos como Rey y Señor, y queramos vivir para servirle y para agradarle.
No obstante, aunque todo me lo ha dado por amor y no a cambio de un trabajo que yo haga o de un servicio que le brinde, pero ¿qué es lo que Él espera de mí? Que yo, por amor también, le dé mi todo a que Aquel que me dio a mí su todo. Y que yo, por amor y voluntariamente, le sirva al Señor.
Pues bien, en la mayordomía bíblica todo parte de este principio. Lo primero es reconocer que nada me pertenece; lo que tengo es de Dios. Si mi cuerpo fue comprado y no soy mío, también mi fuerza, mi tiempo, mi inteligencia, mi familia y, por supuesto, mis bienes y mis posesiones. Soy un mayordomo. ¿Por qué soy un mayordomo? Porque no me considero ya el dueño. Ahora me veo como el administrador, pero el dueño de mi vida es Dios el Padre, quien me sacó de la muerte y de la destrucción y me compró con la sangre de Cristo Jesús.
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