EL COMENTARIO, IGOR EL RUSO. (TRUE CRIME).

30/11/2025 18 min
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Síntesis del Episodio

La nieve caía con la indiferencia de las cenizas sobre un mundo muerto. No era la nieve húmeda y pesada de los Apeninos, esa que se pegaba a las botas y traicionaba con huellas profundas. Esta era una nieve seca, polvorienta, que el viento del norte, la ciercera, barría de un lado a otro como si quisiera borrar el paisaje mismo. Al hombre que caminaba agachado entre los olivos muertos no le importaba el frío. El frío era un viejo conocido, un maestro serbio que le había enseñado a silenciar el cuerpo, a convertir la piel en corteza y la sangre en un fluido lento y espeso. El frío era disciplina. Y él era, por encima de todo, un hombre disciplinado.
Hacía meses que había dejado atrás el otro nombre, el nombre italiano, Ezechiele. Un nombre suave, bíblico, una burla que se había permitido en los días de los pantanos y los arrozales. Ahora no era nadie, o mejor dicho, era solo una función. Era el que sobrevive. En Italia había cometido errores. El primero, la confianza. El segundo, la ira. Había dejado testigos, había dejado rastros, había permitido que el mundo exterior invadiera su santuario. El ruido de la prensa, las fotografías borrosas en los periódicos, el apodo absurdo que le habían puesto, Igor, Igor el ruso. Ni se llamaba Igor ni era ruso. Era serbio. Y su nombre real, Norbert Feher, también era solo una etiqueta administrativa, un sonido que otros usaban para llamarlo. Él era la función.
Había cruzado Europa como un fantasma. Milán, Ventimiglia, Marsella, Barcelona. Siempre en los márgenes, viajando de noche, comiendo lo que encontraba, durmiendo en cobertizos abandonados o bajo puentes helados. Había robado una bicicleta, luego otra. Había caminado cientos de kilómetros. Sus sentidos, afinados por años de entrenamiento militar y una vida de fugitivo, captaban el mundo de una forma que la gente normal no podía entender. Oía el crujido de una rama a quinientos metros, olía el humo de una chimenea a un kilómetro, veía el movimiento de un ratón en la oscuridad total.
Eligió Teruel por instinto. No miró un mapa buscando un lugar. Siguió el vacío. Desde Valencia, había sentido cómo la civilización se desvanecía, cómo las autopistas se convertían en carreteras nacionales y estas en caminos de tierra. Las luces de las ciudades se habían apagado detrás de él, reemplazadas por una oscuridad vasta y profunda. El Bajo Aragón. Un desierto de colinas bajas, campos de almendros y olivos, y pequeños pueblos que parecían fósiles de un tiempo pasado. Y silencio. Un silencio tan absoluto que podía oír sus propios pensamientos, algo que detestaba.
Se instaló en la zona de Albalate del Arzobispo. El lugar era perfecto. Estaba lleno de escondites. Cientos de pequeñas casas de campo, los llamados masicos o masadas, salpicaban el paisaje. La mayoría estaban abandonadas, víctimas del éxodo rural. Eran cáscaras vacías, monumentos a una vida que ya no existía. Para él, eran palacios. Tenían techos, aunque estuvieran agujereados. Tenían paredes que cortaban el viento. Tenían viejos colchones apolillados, restos de comida enlatada, herramientas.
Durante semanas, vivió en ese paraíso desolado. Se movía solo de noche. Creó una red de escondites, un circuito de masicos que visitaba en rotación. Robaba lo esencial. Un poco de gasoil de un tractor, una botella de butano, latas de sardinas, vino, ropa de trabajo. Era meticuloso. Nunca forzaba una cerradura si podía encontrar una ventana abierta. Nunca dejaba un rastro evidente. Era un fantasma en la tierra olvidada. Los pocos agricultores que aún trabajaban esas tierras notaban cosas extrañas. Un candado movido. La sensación de que alguien había estado allí. Pero lo atribuían al viento, a los jóvenes del pueblo, a su propia memoria defectuosa.
El frío se intensificó. Diciembre llegó con una helada que partía las piedras. El hombre necesitaba más. Necesitaba munición. Tenía armas, siempre tenía armas, pero la munición escaseaba. Sabía que los agricultores de la zona tenían escopetas, rifles de caza.
El cinco de diciembre, la suerte, que había sido su aliada durante tanto tiempo, le dio un ligero traspié. Estaba dentro de un masico cerca de un lugar llamado El Saso. Había encontrado una caja de cartuchos y algo de comida. Estaba organizando sus cosas, limpiando su pistola con aceite de tractor, cuando oyó el motor de un coche. No era el sonido lejano de la carretera. Era cercano. Se detuvo justo afuera.
Dos hombres. Vio sus siluetas a través de la ventana sucia. Hablaban en voz alta, quejándose del frío. Uno era mayor, el otro más joven. Eran civiles. Granjeros. Vio que el mayor se dirigía a la puerta. Llevaba una vara en la mano, no un arma.
Norbert Feher no pensó. Reaccionó. La función se activó. Cuando la puerta se abrió, él ya estaba en movimiento. No hubo palabras. No hubo advertencia. El hombre mayor, Manuel Marcuello, solo vio una sombra en la oscuridad del cobertizo antes de que el sonido del disparo le reventara los tímpanos. La bala le atravesó el brazo y el costado. Cayó hacia atrás, gritando más de sorpresa que de dolor.
El otro hombre, Manuel Andreu, corrió hacia su amigo. Vio la sombra levantar el arma de nuevo. Feher disparó otra vez. El segundo disparo fue más certero. Alcanzó a Andreu en el pecho. El silencio que siguió fue roto solo por el gemido del hombre mayor y el sonido del motor del coche al ralentí.
Feher salió del masico. Miró a los dos cuerpos en el suelo. El mayor aún se movía. El más joven estaba quieto. No se acercó a rematarlos. No era necesario. Eran civiles, débiles. Sangraban. Morirían por el frío o por las heridas. Vio las llaves puestas en el coche. Consideró robarlo, pero no. Un coche era un objetivo. Una bicicleta era invisible. Cogió lo que necesitaba del masico, su mochila, y desapareció en la maleza.
Pero Manuel Marcuello no murió. La adrenalina y el terror le dieron fuerzas. Se arrastró hasta el coche, logró meter a su amigo herido en el asiento del copiloto y condujo, con un brazo destrozado, los kilómetros que lo separaban del pueblo. La alerta se había dado. El fantasma había mostrado su rostro.
La noticia corrió como pólvora helada por la comarca. Había un hombre armado en los montes. Un hombre que disparaba a matar. La Guardia Civil se desplegó. Pero estaban buscando una aguja en un pajar inmenso y hostil. El terreno era un laberinto de barrancos, colinas y vegetación espesa. Y el hombre al que buscaban no era un ladrón común. Era un soldado.
Feher sintió la presión. Vio los helicópteros a lo lejos. Oyó las sirenas en las carreteras secundarias. Se replegó. Se movió más profundo en el monte, a una zona que conocía bien. Sabía que tenía que esperar. Ellos tenían tecnología, tenían números. Pero él tenía paciencia y la voluntad de matar. Ellos tenían que tener suerte todo el tiempo. Él solo tenía que tenerla una vez.
Pasaron nueve días. Nueve días de tensión absoluta. La gente de Albalate, de Andorra, de Ariño, vivía con miedo. Los agricultores no salían a sus campos. Las calles de los pueblos se vaciaban al atardecer. La Guardia Civil peinaba el área sin descanso, encontrando pequeños rastros, un campamento improvisado, una lata de comida vacía, pero nunca al hombre.
El catorce de diciembre, el frío era una cuchilla. José Luis Iranzo era un hombre de la tierra. Amaba ese paisaje árido que otros despreciaban. Era ganadero, sindicalista, un hombre bueno y querido por todos. Su padre tenía una masada en la zona de El Saso, no lejos de donde habían disparado a los dos Manueles. José Luis estaba preocupado. Iba a ayudar a la Guardia Civil en lo que podía. Conocía cada camino, cada senda.
Esa tarde, decidió ir a su masico a recoger unas cosas. Quizás también a echar un vistazo, a ver si notaba algo raro. Iba en su camioneta, una pick-up oscura. Llegó y vio algo que le heló la sangre. La puerta del masico estaba forzada. Sabía que no debía entrar. Llamó a la Guardia Civil.
Dos agentes respondieron a la llamada. Víctor Romero y Víctor Jesús Caballero. Eran jóvenes. Uno de treinta años, el otro de treinta y ocho. Pertenecían al equipo ROCA, dedicado a investigar robos en el campo. Conocían el miedo que se había instalado en la comarca y estaban decididos a atrapar al responsable.
Llegaron al masico de Iranzo cuando la luz del día moría. El crepúsculo en Teruel es breve y brutal. La oscuridad no cae, se abalanza. Se encontraron con José Luis. Hablaron. Decidieron entrar. Iranzo, valiente y conocedor del terreno, probablemente quiso acompañarlos, o al menos indicarles el lugar.
Feher estaba dentro. Había llegado allí hacía horas. Estaba esperando. Había oído la camioneta de Iranzo. Había oído la llamada telefónica. Había oído el coche de la Guardia Civil. Estaba en la oscuridad, en su elemento. Era una trampa perfecta.
No se sabe el orden exacto. No se sabe qué palabras se dijeron. Solo se sabe el resultado. Feher esperó a que estuvieran cerca. No usó la pistola. Usó un arma larga. Abrió fuego con una precisión militar.
Disparó primero a José Luis Iranzo. El ganadero no tuvo ninguna oportunidad. Cayó junto a su camioneta, en la tierra que tanto amaba.
Los dos guardias civiles intentaron responder. Eran profesionales, pero se enfrentaban a algo para lo que no estaban preparados. No era un ladrón de gallinas. Era un asesino de combate. Feher se movió en la oscuridad, flanqueándolos. Los disparos resonaron en el valle, secos, terribles. Víctor Romero cayó. Víctor Jesús Caballero cayó. El asesino se aseguró de que estuvieran muertos. Les disparó varias veces, incluso cuando ya estaban en el suelo. Disciplina. Sin testigos. Sin supervivientes.
El silencio volvió a El Saso. Un silencio más pesado, manchado de sangre y pólvora.
Feher actuó con rapidez. Les robó todo. Sus armas reglamentarias, las pistolas Beretta. Sus chalecos antibalas. Su munición. Y lo más importante, su vehículo. El coche patrulla, un Mitsubishi pick-up de color verde oscuro, era su pasaporte de salida. Arrancó el motor y se perdió en la red de caminos de tierra, dejando atrás los tres cuerpos y el eco de una tragedia que marcaría a esa tierra para siempre.
La alarma saltó de inmediato. Los agentes no respondían a la radio. El puesto de mando sabía que algo iba terriblemente mal. Cuando los refuerzos llegaron al masico de Iranzo, encontraron el horror. Tres hombres muertos. Dos de ellos, hermanos de armas. La noticia fue un mazazo.
El operativo de búsqueda se convirtió en una cacería humana a una escala sin precedentes. Cientos de agentes, unidades especiales, helicópteros con cámaras térmicas. Cerraron las carreteras principales, establecieron controles en cada cruce. Pero el asesino tenía horas de ventaja y un vehículo oficial.
Norbert Feher conducía por los caminos secundarios. Su plan era sencillo, llegar a la costa, a Castellón, y desaparecer de nuevo. Pero el destino, o quizás el exceso de confianza, intervino. En un camino rural cerca de Cantavieja, ya en la provincia de Castellón, perdió el control de la camioneta. Quizás por la velocidad, quizás por el hielo en la calzada. El Mitsubishi se salió del camino y volcó en un terraplén.
Estaba herido. No de gravedad, pero aturdido. Salió del vehículo destrozado. Estaba en medio de la nada, de noche, con una temperatura bajo cero y el mayor despliegue policial de la década buscándolo. Cogió las armas y empezó a caminar.
Pero el accidente había sido su error definitivo. Un conductor que pasó por allí vio el coche patrulla volcado y avisó a emergencias. La Guardia Civil supo de inmediato que el círculo se estaba cerrando. Concentraron todas sus fuerzas en esa área.
A las dos y cincuenta de la madrugada del quince de diciembre, a pocos kilómetros del accidente, en el término de Mirambel, una patrulla lo vio. Estaba tumbado en el suelo, junto a un árbol, cubierto de barro. Estaba dormido. El frío, el cansancio y el accidente lo habían vencido.
Los agentes no se arriesgaron. Le rodearon, le apuntaron con sus armas largas. Le gritaron en español.
Norbert Feher abrió los ojos. Vio las luces de las linternas, las bocas de los fusiles apuntándole. Estaba rodeado. La función se desactivó. Levantó las manos lentamente. No dijo nada. No opuso resistencia. Llevaba encima tres pistolas y un cuchillo de combate.
Lo tumbaron en el suelo helado. Le pusieron las esposas. El hombre que había aterrorizado dos países, que había matado a cinco personas a sangre fría, estaba capturado. Cuando le preguntaron su nombre, guardó silencio. Era un hombre serbio, de unos cuarenta años, con la mirada vacía y las manos manchadas de la sangre de dos países.
El viaje al cuartel fue silencioso. El hombre no mostró emoción alguna. Ni miedo, ni arrepentimiento. Solo el agotamiento de un animal que ha sido cazado. En los pueblos del Bajo Aragón, la noticia de su captura trajo alivio, pero no alegría. El alivio estaba teñido de un luto profundo. Tres hombres buenos estaban muertos.
El juicio fue un formalismo sombrío. El hombre, Norbert Feher, apodado Igor el Ruso, se sentó en la cabina blindada. A veces parecía escuchar las traducciones, a veces parecía dormido. Reconoció los hechos con una frialdad que helaba la sangre. Dijo que sí, que había matado. Dijo que no sabía cuántas veces había disparado. Dijo que en su mundo, o eras tú o eran ellos.
Los psicólogos lo describieron como un psicópata, un hombre sin empatía, con una lógica interna moldeada por la guerra y la supervivencia extrema. Un soldado perdido que nunca había dejado de combatir.
La sentencia fue la más dura posible. Prisión permanente revisable. La ley española intentando encontrar un castigo para un hombre que parecía estar más allá del castigo, más allá del remordimiento.
Ahora vive en una celda de aislamiento. Pasa veintitrés horas al día solo. Dicen que lee la Biblia, que hace ejercicio. Sigue siendo disciplinado. El fantasma de los Apeninos, el asesino de Teruel, está enjaulado. Pero en las noches de invierno, cuando el ciercera barre las colinas de Albalate y el frío se mete en los huesos, la gente de allí aún siente un escalofrío que no es solo por el clima. Recuerdan la oscuridad que se escondió en sus campos, el silencio que precedió a los disparos, y la certeza de que el vacío, a veces, devuelve la mirada. La tierra recuerda, aunque la nieve intente borrar las huellas.