Una de las principales enseñanzas de la liturgia de hoy es la
verdad de nuestra filiación divina: “Miren cuánto amor nos ha tenido
el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”.
Frente a esta certeza, la vida del cristiano no tiene otro objetivo que
ser consecuente con esa filiación, esto es, vivir como lo que es: un hijo
de Dios. Y como hijos, debemos evitar en todo momento el pecado
y tender a la santidad, como Jesucristo, el único “Nombre dado a los
hombres, por el cual podemos ser salvos” (Hch 4, 12). ¿Cómo es posible
esto? Practicando siempre el perdón, la justicia, la paz, el amor, la
solidaridad…, virtudes propias del auténtico cristiano.

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