Escuchar "Domingo XXVI T.O: Reconocer tus "lazaros"."
Síntesis del Episodio
Hoy, Jesús nos encara con la injusticia social que nace de las desigualdades entre ricos y pobres. Como si se tratara de una de las imágenes angustiosas que estamos acostumbrados a ver en la televisión, el relato de Lázaro nos conmueve, consigue el efecto sensacionalista para mover los sentimientos: «Hasta los perros venían y le lamían las llagas» (Lc 16,21). La diferencia está clara: el rico llevaba vestidos de púrpura; el pobre tenía por vestido las llagas.
La situación de igualdad llega enseguida: murieron los dos. Pero, a la vez, la diferencia se acentúa: uno llegó al lado de Abraham; al otro, tan sólo lo sepultaron. Si no hubiésemos escuchado nunca esta historia y si aplicásemos los valores de nuestra sociedad, podríamos concluir que quien se ganó el premio debió ser el rico, y el abandonado en el sepulcro, el pobre. Está claro, lógicamente.
La sentencia nos llega en boca de Abraham, el padre en la fe, y nos aclara el desenlace: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males» (Lc 16,25). La justicia de Dios reconvierte la situación. Dios no permite que el pobre permanezca por siempre en el sufrimiento, el hambre y la miseria.
Este relato ha movido a millones de corazones de ricos a lo largo de la historia y ha llevado a la conversión a multitudes, pero, ¿qué mensaje hará falta en nuestro mundo desarrollado, hiper-comunicado, globalizado, para hacernos tomar conciencia de las injusticias sociales de las que somos autores o, por lo menos, cómplices? Todos los que escuchaban el mensaje de Jesús tenían como deseo descansar en el seno de Abraham, pero, ¿cuánta gente en nuestro mundo ya tendrá suficiente con ser sepultados cuando hayan muerto, sin querer recibir el consuelo del Padre del cielo? La auténtica riqueza es llegar a ver a Dios, y lo que hace falta es lo que afirmaba san Agustín: «Camina por el hombre y llegarás a Dios». Que los Lázaros de cada día nos ayuden a encontrar a Dios.
La situación de igualdad llega enseguida: murieron los dos. Pero, a la vez, la diferencia se acentúa: uno llegó al lado de Abraham; al otro, tan sólo lo sepultaron. Si no hubiésemos escuchado nunca esta historia y si aplicásemos los valores de nuestra sociedad, podríamos concluir que quien se ganó el premio debió ser el rico, y el abandonado en el sepulcro, el pobre. Está claro, lógicamente.
La sentencia nos llega en boca de Abraham, el padre en la fe, y nos aclara el desenlace: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males» (Lc 16,25). La justicia de Dios reconvierte la situación. Dios no permite que el pobre permanezca por siempre en el sufrimiento, el hambre y la miseria.
Este relato ha movido a millones de corazones de ricos a lo largo de la historia y ha llevado a la conversión a multitudes, pero, ¿qué mensaje hará falta en nuestro mundo desarrollado, hiper-comunicado, globalizado, para hacernos tomar conciencia de las injusticias sociales de las que somos autores o, por lo menos, cómplices? Todos los que escuchaban el mensaje de Jesús tenían como deseo descansar en el seno de Abraham, pero, ¿cuánta gente en nuestro mundo ya tendrá suficiente con ser sepultados cuando hayan muerto, sin querer recibir el consuelo del Padre del cielo? La auténtica riqueza es llegar a ver a Dios, y lo que hace falta es lo que afirmaba san Agustín: «Camina por el hombre y llegarás a Dios». Que los Lázaros de cada día nos ayuden a encontrar a Dios.
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